El próximo domingo 4 de febrero celebramos, una vez más, elecciones nacionales. Nuestro sistema electoral es uno de los mayores privilegios de los que disfrutamos los costarricenses. Menos de la mitad de toda la humanidad vive en regímenes que se consideran plenamente libres. Costa Rica, en cambio, se ubica entre los primeros 25 lugares del mundo por su respeto a los derechos políticos y a las libertades civiles, según el índice de Freedom House.
Esto no se logra de la noche a la mañana: es el fruto de décadas de fortalecimiento de las instituciones, en particular del Tribunal Supremo de Elecciones, un pilar de nuestra estabilidad democrática. Más allá del candidato o el partido de nuestra preferencia, tenemos la tranquilidad de saber que el proceso electoral es absolutamente confiable y seguro, y que la voluntad expresada en las urnas es el mandato sagrado que rige nuestro destino como país.
Pero no hay que dar por sentadas las bendiciones. Aunque nuestra democracia es fuerte, dista mucho de ser inquebrantable. En todo momento y en cada encrucijada, hay que defender la opción democrática.
Defenderla de quienes atacan las instituciones, socavando las bases que sostienen nuestro edificio constitucional. Defenderla de la retórica fatalista, que busca vendernos medidas extremas. Defenderla del populismo, de la demagogia, de los espejismos antisistema que convierten el enojo de la ciudadanía en un arma contra sí misma.
LEA MÁS: Debate de Grupo Extra: ¿Cuál es el compromiso de seis candidatos con la libertad de prensa?
Buenas decisiones políticas. Costa Rica es un país forjado en la fragua política. Nacimos a la vida independiente ayunos de grandes reservas minerales, en el último escalafón de la jerarquía colonial. Si hoy somos uno de los países más desarrollados de América Latina, es por causa de decisiones políticas.
Fue una decisión política la que nos legó la educación universal, gratuita y obligatoria. Fueron decisiones políticas la abolición de las fuerzas armadas, la aprobación de las garantías sociales, el reconocimiento del voto femenino, la implementación de un sistema tributario progresivo, la adopción de medidas energéticas y ambientales visionarias. Y fue precisamente nuestra confianza en el poder de la política lo que nos permitió alcanzar la paz en Centroamérica y la aprobación del Tratado sobre el Comercio de Armas por la Asamblea General de las Naciones Unidas.
Esa es la tradición que nos ha hecho grandes. Esos son los valores que nos han distinguido. Hemos avanzado desde la lucidez, la mesura y la claridad intelectual, no desde el miedo, el odio o el fanatismo intolerante.
Yo he dedicado más de 40 años de mi vida a trabajar por el pueblo de Costa Rica. Como muchos hombres y mujeres de mi generación, recuerdo tiempos más difíciles y parajes más oscuros que los que atraviesa actualmente nuestro país. Por eso me indigna cuando escucho a personas hablar de Costa Rica como si fuera un caso perdido, como si viviéramos en una zona de guerra o en un área de desastre.
Es cierto que tenemos problemas muy serios. Es cierto que tenemos que tomar decisiones urgentes para garantizar la seguridad ciudadana, combatir la corrupción, erradicar la pobreza, reducir la desigualdad, profundizar la inclusión social, sanar las finanzas públicas, elevar la competitividad y ampliar nuestro compromiso ambiental, para mencionar solo algunos desafíos. Pero, precisamente por eso, debemos mantener la cabeza sobre los hombros.
LEA MÁS: Editorial: Una sentencia vergonzosa
Liderazgo. El próximo presidente de la República gobernará sobre un escenario fragmentado. Deberá tener una inmensa capacidad de diálogo y el conocimiento y la experiencia que le permitan abordar una gran variedad de temas. Repito: una gran variedad de temas.
Basar nuestra elección en un único asunto es olvidar que la política se manifiesta en casi todos los ámbitos de nuestra vida en sociedad. Un buen presidente no es aquel que reduce la realidad nacional a una o dos aristas, sino el que reconoce la complejidad y nos ayuda a navegarla.
Veo mucha preocupación ante la polarización en nuestra sociedad, pero no hay que temer a las diferencias. El conflicto es consustancial a la democracia. Solo en las dictaduras existe, en apariencia, la unanimidad.
Si todos estuviéramos de acuerdo, gobernar sería apenas un ejercicio de gestión. Un mero sumar y restar. Por el contrario, y como he dicho muchas veces, gobernar es escoger y es dividir, evitando, eso sí, que las decisiones resquebrajen el tejido social. Hay que convencer. Hay que persuadir. Ahí se mide el calibre de un líder.
Concluyo una vez más haciendo un llamado a las personas jóvenes para que se involucren en la política y ocupen su lugar en la historia. Tenemos la suerte de vivir en un país que nos consulta lo que pensamos, que le otorga igual peso al voto del ciudadano más humilde que al del más poderoso, y nos permite participar directamente en la construcción del futuro que nos tocará vivir.
¡No dejen pasar la oportunidad de incidir! Como decía una frase atribuida a Arnold Toynbee: “El mayor castigo para aquellos que no están interesados en la política es ser gobernados por los que sí lo están”. Quien se abstiene de votar no está por encima de la política, sino, incluso, más sujeto a ella.
Celebremos la responsabilidad que viene con nuestra condición ciudadana. Abracémosla con optimismo y esperanza. Un pueblo que elige de forma irascible y defensiva escoge líderes violentos y opresivos.
¡Hay que votar con ilusión! ¡Hay que mirar hacia delante, con orgullo y confianza en nuestro propio valor! No es hora de renegar de la política. Es hora de elevarla.
El autor es expresidente de la República.