FIRMAS PRESS.- Recientemente pasé tres días en París con una de mis hijas y, como en otras ocasiones, aprovechamos la estadía para visitar algunos de los numerosos museos que ofrece la capital francesa. Fue una novedad para nosotras el Petit Palais, edificio construido para la Exposición Universal de París, celebrada en 1900, cuyo patio esconde un exótico jardín en forma de abanico. Pero el gran reto era hacer una nueva incursión al Louvre, la pinacoteca más visitada del mundo. Solo en el 2024 pasaron por sus galerías 8,7 millones de visitantes.
Escogimos un jueves a la hora de la sobremesa, con la esperanza de que después de la comida habría menos público. Además, con buen tino, mi hija reservó una visita guiada con obras escogidas por el guía para no abrumarnos en el imponente edificio de 160.000 metros cuadrados. Acordamos encontrarnos con él junto a la pirámide de cristal que en los noventa François Mitterrand encargó al artista chino Ieoh Ming Pei. Una moderna estructura que rompe con la uniformidad de una fortaleza construida en el siglo XII y transformada en museo a finales del XVIII por Luis XIV.
Hoy en día la audaz pirámide está asediada por turistas que se suben a cajones con palos para hacerse selfies. Muy pocos reparan en este monumento moderno por el que se ingresa al Louvre, demasiado ocupados en inmortalizar el momento con unas fotos perfectas. Al entrar al museo y recorrer los salones se repite la escena: hordas de visitantes que posan frente a cuadros y esculturas. Ellos se convierten en el objeto del retrato y no los protagonistas de las más de 35.000 obras de arte que se exhiben en los pabellones. Nuestro guía, un joven de origen búlgaro licenciado en historia del arte, nos lleva de salón en salón procurando evitar la aglomeración. Mi hija y yo pasamos la tarde con otra cliente, una muchacha de Shangai que recorre Europa con la intención de visitar sus principales museos.
Logramos acercarnos a la Venus de Milo y después a la Victoria de Samotracia, dos diosas, Afrodita y Niké, ajenas al gentío y las voces super impuestas de guías que hablan en diversos idiomas. Por momentos, el Louvre es una inmensa Torre de Babel y las lenguas se elevan hasta los puntales sin fin de estancias hechas para bailes reales y cenas opulentas. Cuando al fin llegamos a la sala de los Estados, donde la Mona Lisa de Leonardo da Vinci se erige cada día como la gran diva del museo, casi hay que dar codazos para acercarse hasta el óleo, cuyas pequeñas dimensiones suelen sorprender al visitante que por primera vez la ve en persona.
Más palos de selfies, la gente agolpada para salir en la foto de espaldas a la Gioconda, cuya enigmática sonrisa es siempre la misma desde que el genio del Renacimiento la dejara inconclusa. Eso afirmó Georgio Vasari, su biógrafo más importante. Si la mujer del cuadro pudiera cambiar de expresión, seguramente sería la de fatiga por el agobio de que diariamente se acercan a ella entre 20.000 y 30.000 personas.

Reformas urgentes
Unos días después de nuestro viaje a París, los principales diarios dieron la noticia de que el Louvre necesita urgentes reformas. Eso es lo que su actual directora, Laurence des Cars (la primera mujer al frente del museo) le comunicó a la ministra de Cultura, Rachida Dati, en un memorándum confidencial que acabó por filtrarse a la prensa.
En dicho escrito des Cars menciona “goteras”, “degradación de las instalaciones”, “saturación” de visitantes en una estructura envejecida y necesitada de renovación por la avalancha humana que la visita. El presidente Emmanuel Macron se ha comprometido a que se construya un ala especial para la Mona Lisa y que se empleen los fondos necesarios para modernizar todo el recinto. Los italianos no han perdido tiempo en ofrecerse a acoger la obra más célebre de da Vinci, albergando la ilusión de recuperar un tesoro patrio.
Leonardo llegó a Francia en 1516 llevando con él tres de sus obras, una de ellas la Gioconda. De inmediato se puso a la orden de la corte del rey Francisco I y, a cambio de una renta, entregó la Mona Lisa. Aunque era una pintura de encargo por parte de un comerciante florentino que quería el retrato de su esposa, la mujer del cuadro pasó por el Palacio de Versailles antes de acabar rodeada de admiradores en el Louvre. En un pabellón atestado o en una sala más exclusiva, nunca conoceremos a ciencia cierta lo que quiere decirnos su mirada entre selfie y selfie.
@ginamontaner
La autora es periodista.