Todo el país tiene claro que la única razón por la cual Carlos Alvarado ocupa la presidencia de la República es porque la otra opción electoral era total e infinitamente peor; en este sentido, su elección no fue exactamente la expresión de un electorado libre, sino la de uno que fue dejado en cautiverio por el balotaje y se encontraba amenazado por el fundamentalismo religioso.
Desde antes de que fuera elegido, también resultó evidente que para ganar Alvarado tendría que establecer alianzas con otras fuerzas políticas y, dada la virulenta rivalidad que ha existido entre los partidos Acción Ciudadana (PAC) y Liberación Nacional (PLN), un acuerdo de ese tipo solo resultó posible con el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC).
Por último, era igualmente de conocimiento general que, de ganar los comicios, Alvarado tendría que gobernar con una Asamblea Legislativa dominada por sus rivales electorales y que debería dedicar la etapa inicial de su gestión a tratar el conflictivo asunto del déficit fiscal.
PUSC. Aunque el horizonte político no estaba para hacerse ilusiones, lo que nadie pudo prever fue que, después de su elección, Alvarado se convirtiera en una figura prácticamente decorativa, mientras que los viejos cuadros del PUSC asumían el manejo de las políticas económicas, en particular las relacionadas con el fisco y el empleo público.
De esta manera, lo que pudo haber sido una oportuna reforma fiscal progresiva, dirigida a combatir la evasión, a frenar los abusos en salarios y pensiones exorbitantes, y a incrementar el aporte de las grandes empresas y de las cooperativas, devino en un proyecto que descarga toda su artillería pesada contra las clases trabajadoras y los sectores medios, mientras –a la distancia– saluda con subordinado respeto a las cámaras empresariales.
También, como claramente lo identificó la Corte Suprema de Justifica, dicha reforma, con la justificación de controlar el déficit, va más allá de lo tributario y procura modificar las relaciones entre los poderes para fortalecer la autoridad fiscal del Poder Ejecutivo.
Por si todo lo anterior fuera poco, viejas voces de partidarios del PUSC han vuelto a clamar por el cierre o venta de instituciones públicas, por bajar la inversión social (sobre todo el financiamiento educativo) y por disminuir al máximo el número de empleados estatales, quienes nuevamente han sido criminalizados por resistirse a la precarización de sus condiciones laborales.
Retorno. De golpe, pareciera que Costa Rica hubiera retrocedido a finales de la década de 1980 y que los sueños opiáceos de entonces, de liberar al mercado de toda regulación y responsabilidad y reducir al Estado a su mínima expresión, hubiesen resucitado para tratar, una vez más, de devorar lo que sobrevive de la institucionalidad surgida de la reforma social del decenio de 1940.
Luego de casi treinta años de una corrupción rampante, del peor retroceso que ha experimentado la educación costarricense en toda su historia (el desplome de la cobertura en secundaria a partir de 1981, que se prolongó por casi veinte años) y del incremento sostenido en las desigualdades, el PUSC, en vez de proponer algo nuevo, ha aprovechado la oportunidad de cogobernar para aplicar nuevamente sus rancias y perimidas recetas.
Puesto que del PLN lo único que queda es un cascarón vacío y roto, poco sorprende que sus líderes, en lugar de llamar al sentido común y aportar algún pensamiento innovador, se hayan sumado a la nueva cruzada antiestatal del PUSC, mientras cubren con un discreto olvido que, en el período 1990-2010, el único gobierno que se atrevió a reactivar la inversión social —creció más de 5 puntos porcentuales del producto interno bruto entre el 2005 y el 2009— fue el de un presidente liberacionista a quien no le perdonan ese despilfarro.
Alvarado. Tanto para el PUSC como para el PLN, la falta de liderazgo de Alvarado ha sido un adelantado regalo de Navidad, puesto que les ha posibilitado impulsar una agenda social e institucionalmente regresiva, cuya factura la pagará el PAC.
En vez de utilizar el precario capital político que le deparó su elección para negociar mejor las condiciones del cogobierno, Alvarado permitió que sus aliados del PUSC lo comprometieran a apoyar un plan fiscal podado de sus principales componentes progresivos y lo arrastraran a un conflicto abierto no solo con los sindicatos del sector público, sino con amplios sectores de las clases trabajadoras y de los sectores medios.
Al igual que la dictadura de Federico Tinoco (1917-1919) y el gobierno de José María Figueres Olsen (1994-1998), la administración de Alvarado parece estar a punto de declararle la guerra al ejército —de educadores— costarricense, pieza fundamental de la estabilidad institucional del país.
Conflictividad. Con el vertiginoso ascenso experimentado por el tipo de cambio en las últimas semanas y el deterioro consecuente en los ingresos de los grupos sociales que están más descontentos con el gobierno, Alvarado se arriesga a verse inmerso en una grave crisis política y social a muy corto plazo, independientemente de lo que la Sala Constitucional resuelva sobre el plan fiscal.
Dado que el próximo será un año electoral (renovación de las autoridades municipales en febrero del 2020), es de esperarse que el PLN y el PUSC empiecen a desmarcarse del gobierno de Alvarado y del PAC, sobre todo, si el tipo de cambio se deteriora todavía más y las demandas por una justa recuperación de los salarios reales se intensifican entre los trabajadores públicos y se extienden a los del sector privado.
También es posible que el Frente Amplio, al que Alvarado logró neutralizar parcialmente con el nombramiento de Patricia Mora en el Inamu, asuma posiciones crecientemente beligerantes y consiga articular al resto de las organizaciones de izquierda.
En estas agitadas aguas, los partidos evangélicos, pese al cisma reciente, podrían explotar electoralmente su oposición al plan fiscal y –como los pescadores bíblicos– colmar sus redes de votos y capturar decenas (si es que no cientos) de puestos municipales.
Soledades. Para Alvarado, el futuro inmediato no es halagüeño. Al convertirse él y el PAC en segundones del PUSC, su credibilidad y legitimidad están ya muy deterioradas. De hecho, el PAC —como el personaje del célebre relato de Edgar Allan Poe— está siendo enterrado vivo, pero sus dirigentes todavía no se han dado cuenta.
Si el país se abisma a corto plazo en una profunda crisis política y social, Alvarado experimentará de primera mano esas soledades que conoció no el poeta Antonio Machado, sino el presidente Rodrigo Carazo (1978-1982), una vez que sus aliados de ocasión lo dejaron solo.
A diferencia de Carazo, abandonado aproximadamente año y medio antes de las próximas elecciones presidenciales, Alvarado podría encontrarse muy pronto al timón de un barco poblado de descontentos y desertores, que apenas se mantiene a flote en un mar tormentoso, y con demasiados años por delante para llegar a puerto.
El autor es historiador.