Para una sociedad como la nuestra, con un Estado desarmado, es fundamental entender el fenómeno de las tenebrosas guerras contemporáneas. Aunque conservo en mi biblioteca el viejo clásico De la guerra, escrito por el teórico de las milicias prusianas Karl Von Clausewitz, reconozco que ya no es adecuado percibir la mayoría de las guerras actuales bajo las nociones tradicionales de los objetivos geopolíticos. La moderna violencia armada la mueve una dinámica distinta.
Si bien es cierto desde siempre las guerras han estado influidas por los intereses económicos alrededor de elementos como el de los recursos naturales, en el pasado estaban generalmente matizadas por la seducción del ideal político. Sin embargo, en la era posmoderna, donde el ideal de progreso, el sentido de propósito y el principio de autoridad están constantemente saboteados, dicha posmodernidad es responsable de una brutal degeneración de la esencia y razón de las guerras. El investigador Xavier Bougarel las define como una condición social depredadora. Veamos de qué se trata el fenómeno.
Objetivos distintos. En el pasado, los conflictos bélicos estaban determinados por aspectos tales como la emancipación e independencia de los pueblos, o bien, por una cosmovisión o filosofía sobre la forma como una sociedad debía organizarse o por proyectos que generaban violencia porque contendían con otros Estados u otros objetivos políticos territoriales y geoestratégicos.
Ejemplo de lo anterior fueron las guerras de liberación e independencia nacionales o las guerras revolucionarias en función de algún nuevo modelo de Estado. La Guerra de Secesión y la de independencia de Estados Unidos son dos ilustraciones.
Otros casos lo fueron aquellas cuyo objetivo era determinar las fronteras o ampliar la esfera de influencia territorial y cultural de una nación, como las napoleónicas. Esas guerras se caracterizaron por el reconocimiento de liderazgos, autoridades y jerarquías, lo que les daba un sentido de orden vertical en el mando.
Asimismo, la economía militar del pasado era centralizada para garantizar el sostenimiento y subordinación de la tropa, su orden y obediencia. Pese a la atrocidad que implica un conflicto bélico, aquello permitía la dirección de mando, la disciplina y la posibilidad de la salida negociada. De hecho, los Estados nacionales, los ejércitos y las industriales productivas tenían un modelo central y vertical de organización muy similar.
Telaraña. El economista Robert Reich nos recuerda que las organizaciones pasaron de ser entidades verticales y centralizadas, dispuestas en cadenas de mando piramidales y en control de líderes determinados, a ser fenómenos horizontales y descentralizados, similares a las redes de una telaraña, influenciadas por personas difuminadas en la red con conocimientos específicos para incidir en ella.
Esta es la nueva realidad, tanto de la actividad política como de las guerras contemporáneas. En la actividad militar, este nuevo esquema de organización, ligado a una moderna tecnología de fácil acceso, generó un giro perverso. Repasemos por qué.
La actual erosión del concepto de Estado soberano, la deslegitimación y fragmentación de este y de las organizaciones militares ha permitido que usualmente las milicias terminen lideradas por facciones marginales que, incluso, son integradas por niños, bandas paramilitares, mercenarios, grupos criminales, jefes localistas, exmilitares, expolicías, facciones escindidas de anteriores ejércitos o unidades de autodefensa, como las del Dr. Mireles en Michoacán, México; todo lo anterior, en paralelo a la participación de los ejércitos regulares.
El fortalecimiento de ese tipo de bandas y liderazgos armados produce, a su vez, que la legitimidad de las causas sea nula, pues, generalmente, los motivos de los actuales conflictos están determinados por actividad esencialmente delictiva: extorsión de la población civil, pillaje, saqueo, piratería y tráfico de personas, de armas, de diamantes, de hidrocarburos y demás mercadería valiosa, así como el control aduanero y de ciertos cotos de la economía informal, la apropiación de la asistencia humanitaria internacional e incluso la facilitación del narcotráfico.
Sin ideales. Detrás de esos conflictos, ya no existe ideal político ni reivindicación genuina alguna. En una suerte de combinación de la táctica guerrillera y la estrategia contrainsurgente de territorios devastados, los armados se limitan a imponer etiquetas, sin que tras ellas exista ninguna idea de fondo.
La etiqueta es una burda justificación del pillaje que llevan a cabo buitres carroñeros; así sucedió con los paramilitares del genocidio ruandés, que etiquetaron a los tutsis para exterminarlos y saquearlos.
Tal como lo documenta la académica Mary Kaldor, hoy el nivel de participación de los combatientes, en proporción a la población civil, tiende a ser mucho menor y la violencia está más dirigida contra ella. Al punto que, en el conteo de bajas, se invirtió la relación civiles-militares.
En las guerras del pasado, la proporción era de ocho militares fallecidos por cada civil, ahora es a la inversa, pues por cada soldado armado, fallecen ocho civiles. Esto por cuanto el objetivo estratégico de los actuales conflictos armados es el de expulsar a la población de sus territorios por medio de reubicaciones forzadas, genocidios y diversas técnicas de intimidación hacia grupos poblacionales.
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Salida. Frente al desafío de la violencia actual, ¿cuál es la salida? Recordemos que antes del siglo XVII los Estados eran mucho más violentos, pero menos poderosos que los de los siglos posteriores. El poderío técnico, económico y la legitimidad organizativa y cultural los empoderó.
Los antivalores culturales de la posmodernidad están causando una grave degeneración de la legitimidad indispensable para el ideal de gobierno. Es esencialmente un desafío de restauración cultural, de tal forma que sea posible recuperar la legitimidad del principio de autoridad. Que vuelva a ser posible la adhesión y apoyo de la gente a la idea de lo que el Estado debe ser. Reconstruir la legitimidad y devolver a los gobiernos el control de esa “violencia organizada” que es la del poder policial y la de la ley.
El autor es abogado constitucionalista.