Vinieron a América en busca de un futuro que pudiera ser mejor de lo que vislumbraban en una España sumida en una gran crisis. Tan incierta y gris debía ser la perspectiva que percibían, que decidieron aventurarse a un destino desconocido. No debió ser fácil tomar la decisión de alejarse de la familia y sus costumbres para ir a un país pequeño, lejano, con una cultura diferente, del que únicamente conocían lo que sus primos, quienes habían migrado a Costa Rica unos años antes, les habían contado.
Luego de un largo viaje desde Llardecans hasta San José, que tomó varios días, llegaron al aeropuerto en la Sabana. Lo primero que les llamó la atención mientras aterrizaban fue ver los techos herrumbrados sobre las casitas. “Ay, Dios mío, ¿dónde nos hemos venido a meter, Víctor?”, le dijo mi padre a su hermano.
Al principio, les tocó trabajar en lo que fuera. La ayuda de sus primos y nuevos amigos fue fundamental. Se empeñaron en que su limitada escolaridad formal, truncada por la guerra civil española, no fuera un obstáculo para cristalizar su sueño de prosperar. De ahí que, unos años después de haber llegado a Costa Rica, se embarcaron en un nuevo emprendimiento junto con su otro hermano, Javier.
El duro trabajo, durante largas jornadas, combinado con los riesgos de invertir parte de sus ahorros en algo que pocos se habían atrevido a hacer hasta ese momento, empezó a rendirles fruto. La apuesta de salir de Llardecans para encontrar un mejor porvenir no fue un camino de rosas, pero, a la larga, resultó ser positiva.
Aquí se casaron y tuvieron a sus hijos. Luego vinieron los nietos y bisnietos. Se convirtieron, orgullosamente, en ticos. Aprendieron a comer gallopinto, tamales, papayas y pejibayes. Pero mantuvieron su amor por la paella, el vino y, por supuesto, por el Barça. Nos enseñaron, a los más de 70 descendientes que formamos la familia, que somos una mezcla exquisita de culturas. Que hay que adaptarse y aceptar lo nuevo, sin olvidar lo valioso de lo viejo. Que, además, como tanto migrante para alcanzar el sueño de forjarse una vida mejor, uno debe aventurarse, correr riesgos, trabajar arduamente y ser muy constante. Y que, por más herrumbrados que se vean los techos, siempre surgen oportunidades para salir adelante.
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El autor es economista.