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No hay duda de que la aparición del lenguaje ha traído para la humanidad un avance de enormes dimensiones. Comunicarse con otros no solo implicó establecer vínculos más fuertes en tareas comunes para la supervivencia, permitió también la creación de un nuevo ámbito de realidad: el lenguaje crea mundos que todavía no existen o que solo serán ficción. La diversificación de los lenguajes, por otro lado, nos dio la oportunidad de ser más objetivos y racionales, pero también más creativos y críticos.
Cuando el lenguaje pudo ser expresado en escritura, una nueva revolución comenzó a abrirse camino en la vida humana. No solo porque la escritura permite conservar más información, sino porque esta es susceptible de ser moldeada de nuevas maneras. La imaginación comenzó a ser parte de un patrimonio que podía ser conservado y transmitido, dando la oportunidad de crear utopías, preguntas, proyectos, visiones nuevas de mundo y, sobre todo, desafíos profundos.
En nuestro tiempo, hablar, escribir, hacer imágenes, parecen entremezclarse en una realidad calidoscópica que nos inquieta y nos empuja a soñar nuevas posibilidades para crecer como personas. Sin embargo, la escritura sigue siendo el pivote fundamental para descubrir nuestras posibilidades más grandes. No es que otras formas de comunicación no ofrezcan también puntos de apoyo para nuestro crecimiento, es que la escritura permite pasar de lo meramente sígnico a lo experiencial de una forma única.
Leer no es simplemente elucidar un código, es dejarse atrapar por conceptos, imágenes, formas, colores, olores y experiencias que, al ser descritas en el papel, suscitan la necesidad de ser colaboradores de una acción creativa. Puede que yo no conozca al autor de un texto, pero sí que puedo deducir algo del autor que muestra el texto. Podríamos decir que es entrar en una realidad paralela donde voces, personajes, figuras, escritores y lectores se mezclan para que cada mente pueda crear un mundo.
Lector activo. Las imágenes plásticas pueden ser muy evocativas, pero un texto escrito nos permite casi percibir sensorialmente la voz de quien se quiere comunicar desde la distancia (geográfica, cultural, espacial o temporal). La razón de ello estriba en el papel protagónico que tiene el lector.
No es solo el autor quien actúa a través del texto, al menos no lo puede hacer solo. El lector asume el dominio de algo que él no produjo, pero que le pertenece, así como un campo sembrado y listo para la siega le pertenece al cosechador. Se recogen frutos, pero no se depende del autor para que estos sean capaces de ofrecer la materia prima con la que el lector comienza su obra creadora en la interpretación del texto escrito.
Ritmo, sentimientos, preguntas, todas estas cosas son prerrogativas del lector que no solo elabora juicios sobre la obra, sino que se deja seducir por provocaciones que, tal vez, ni siquiera estaban en la mente del autor del texto. Casi podríamos afirmar que el autor desaparece para dar su lugar a otro. Claro, esto no es del todo cierto. Alguien escribe en un tiempo, un lugar, pensando en un lector modelo, zarandeado por el devenir de su historia. Pero al final no le queda más remedio que confiar su creación a quien lee; para que este pueda, a su vez, dirimir la relación que el mundo que le es propuesto en el escrito, tiene con su propia persona.
Leer es enterarse de la realidad de un alma creadora que se ofrece como posibilidad de ser creación de otro. Desde las obras clásicas hasta las modernas producciones escritas, el acto de lectura nos permite sentirnos parte de un mundo más grande. Podríamos decir que leer es también un momento de emancipación, que nos otorga una libertad que antes no teníamos oportunidad de vivir.
¿Cómo no entusiasmarse con la mitología griega que, en su mundo de dioses, fuerzas, héroes, monstruos y hazañas nos hablan simbólicamente de lo que es ser humano? ¿O con la Sagrada Escritura que, entre cientos de géneros literarios, narraciones, oraciones, cantos, discusiones y hasta guerras, nos ayuda a tener esperanza?
Oportunidad para compartir. No saber leer en profundidad es, por ello, enajenarse a nuestro pequeño mundo de fantasía insípida y debilitada, obra de un ego arrogante. Cuando se lee en profundidad también se puede compartir con otros lo que se ha experimentado en el acto del leer, como una oportunidad para invitar a esas personas a participar de un nuevo momento creador.
Sostengo que hay cosas que no es posible dejar de leer, porque constituyen piedras basilares de la construcción creativa humana. Un edificio se construye desde lo básico, porque toda la belleza de sus acabados es sostenida por el fundamento, no pende en el aire. Descubrir la armonía creadora del ser humano implica encontrar el fundamento de sus inicios, solo así se entienden las culturas y las posibilidades nuevas e innovadoras.
No hay actividad educativa verdadera si no se enseña a leer en profundidad. Pero nos encontramos en un período en el que parece que leer puede ser substituido por una película, o un resumen, o unas lindas caricaturas. Nada más peligroso para anquilosarse en la mediocridad de una esclavitud autoasumida: al final, el producto deglutido se presenta como el sustituto de una obra, pero que ha sido despojada de los nutrientes que alimentan nuestro espíritu. Me parece que esto es producto de una voluntad maléfica, que quiere perpetuar relaciones inicuas bajo la mampara de una oferta de vida aburguesada y consumista.
Leer significa vestirse con las armas de la humildad en una época cuando la guerra por destruir lo que nos resta de creatividad y de libertad parece hacerse presente por doquier. Leer está en la base de la apreciación de todas las actividades artísticas, porque nos va introduciendo en la agilidad mental para descubrir sentidos ocultos, relaciones entre significantes y signos, entre vidas lejanas o cercanas. Hasta hacer matemática supone un acto de lectura, una recomposición de la lógica y, por consiguiente, la posibilidad de comprender mejor el mundo.
Acto de rebeldía. Una escuela que desdeñe el acto de lectura en sus muchas formas termina por convertirse en un simple centro de reproducción. Uno se atrevería a preguntar si tal vez este sea un proyecto deseado: hacer de la escuela una especie de línea de producción, repetición incesante de lo que siempre ha sido. Muchos recordarán la obra de A. Huxley, Un mundo feliz, donde a la mayoría de la población se le negaba el derecho a leer, porque era un reino en el que solo los grandes «alfa» podían incursionar. Todo aquel mundo perfecto había sido creado con el propósito de dejar a esa raza de superhombres intocados en su poder, haciendo de los demás sus sirvientes.
Dar la oportunidad de leer es un acto de rebeldía contra las pretensiones de destruir la libertad y la creatividad. Es, por eso mismo, una de las más grandes expresiones de la democracia, que mira las posibilidades de todos para participar en la construcción de la historia.
Realmente da pena cuando nos encontramos con gente joven que se niega a adentrarse en el mundo mágico de la lectura. Parece que se sienten cómodos solo con comer y tener un poco de diversión programada con antelación, y dejan de lado lo que forma la mente. Sí, parece que la repetición incesante de algoritmos en un computador o en una estación de juegos es lo único que provoca emoción en las nuevas generaciones.
Lamentablemente, también los adultos promueven esta falta de educación, haciendo pensar que todo éxito académico es cuestión de hacer lindas presentaciones, con imágenes y sonidos, de cualquier cosa robada de Internet. Urge que revisemos nuestros principios educativos con honestidad y valor.
Si queremos una sociedad más justa y mejor formada para la era del conocimiento, tenemos que educar en la lectura que nos devuelve la libertad y la criticidad. La imaginación que de la lectura puede derivar no tiene límites, porque ella no nos encierra en la esclavitud de la vida fácil, sino que nos lanza hacia fronteras no exploradas. Tal vez así recuperemos la pasión por vivir de manera más intensa y arriesgada.
El autor es franciscano conventual.