Un enero aún cercano me trajo el redescubrimiento de Puntarenas. El descubrimiento ocurrió mucho antes, cuando Puntarenas fue la primera visión del mar, el sabor del mar, los sonidos del mar, la imagen nunca vista de un barco bramando atado a un muelle.
Desconocía entonces este hecho: el 25 de setiembre de 1513, Vasco Núñez de Balboa ordenó a sus hombres que ninguno lo siguiera loma arriba, pues deseaba ser él quien viera antes que ningún otro europeo la llanura infinita del Pacífico. Al saberlo, entendí que todos, en nuestro primer encuentro con el mar, revivimos lo ocurrido aquel día en la tierra a la que ahora llamamos Panamá.
En mis hallazgos recientes, me pareció que el Puerto no ofrece ya caimitos ni marañones en cajitas de madera y que salieron de escena las bailarinas con enagua de concha y caracoles por brazos. Movida por la nostalgia, mi memoria echó de menos aquello y mucho más.
Eso sí, para compensar, el Puerto que reveló que conserva vivas bellas casas antiguas, altas y ventiladas; que los ferris madrugan, que trabajan hasta muy tarde y que algunas noches navegan entre música, partiendo en dos la oscuridad de tan animados y luminosos que van.
Descubrí que el piso de la Capitanía semeja al de algunas iglesias (¿o es a la inversa?), que durante la marea baja, desde el fondo de 1941 se asoma el esqueleto italiano del Fella y que por encima del manglar, allá muy lejos, la montaña está poblada de neblina y quetzales.
En esta historia tiene cabida –como descubrimiento mayor– el penal legendario. No iba entre mis planes saldar esa deuda personal, pero quiso el tiempo que ocurriera.
Durante décadas, San Lucas fue para mí una anécdota oída a mi madre, quien muchas veces revivió la excursión que hizo de joven a la prisión marina en medio de una visita a Puntarenas durante unas fiestas de la Virgen del Mar.
Su viaje a la isla –como el de muchos costarricenses después de 1938– tenía el objetivo insólito de conocer a Beltrán Cortés, asesino de los doctores Moreno Cañas y Echandi Lahmann, y a quien exhibían en una celda solitaria.
Había excursionistas que miraban, decepcionados, cómo desde el otro lado de los barrotes les sonreía un hombre cuyo rasgo más distintivo, en vez de ojos de fuego y rabo en punta, era tener el brazo derecho más corto.
En enero, la lancha salió temprano y al cabo de media hora entró en la bahía del atracadero. Llegaron a mi mente dos prisiones (que son la misma): la contada por José León, claro, y aquella que había dejado atrás el hombre de un cuento de Salazar Herrera. El protagonista, con los ojos destilando gratitud, ya en casa tras recuperar la libertad, agradece a su mujer por haber quitado los barrotes de la ventana.
Aquella mañana, al caminar por primera vez por la calle de la Amargura, pensé que quizás solo los visitantes más observadores descubren de entrada los motivos geométricos del empedrado. Aún se dice que la calle crecía de día por el trabajo de los reos y que por la noche, para extender el castigo, los guardas deshacían lo hecho y los presos se veían obligados a empezar de nuevo; se repite que a los presos chúcaros los amarraban, con la espalda desnuda, al tronco espinudo de un pochote, que el viento llevaba hasta la isla, como un suplicio adicional, los ruidos de la vida que recorrían el Puerto.
Lo cierto, sin mitos de por medio, es que la calle de la Amargura termina frente a las ruinas de la Comandancia, consumida por un incendio intencional a finales del 2017. Desde esa parte del terreno la mirada alcanza el mar, que en el verano tiene siempre un brillo especial, y en el cual, fuera de la vista, nos esperaba la lancha del regreso.
Estaba al mando de un capitán huesudo y bromista que se sorprendió, minutos después, cuando el temor nos salía a la cara porque las olas embestían contra su nave y nos llevaban empapados.
Mencionó, por encimita, cómo es encontrarse con una tormenta, ojalá de noche y mar adentro. Nadie respondió. Nadie habló. Todos deseábamos tocar tierra. Al final, el susto quedó en sustillo. Pronto estuvieron cerca la línea de palmeras, el faro, la boca del estero, la orilla.
Mi encuentro inicial con el mar, en los setenta, fue bastante más tranquilo. Me mantuve en la playa, donde pasé las horas –embarrado en un aceite cuyo aroma aún percibo– tratando de meter el océano en un baldecito plástico, regalo de mis hermanos.
El tiempo, a veces una criatura dócil, me dio la oportunidad de regresar, pero no de entrada por salida, como ya lo había hecho tantas veces, sino a “encallar” gustosamente varios días y con los sentidos abiertos y afinados, condición necesaria para que una aventura deje en el paladar el sabor de los buenos hallazgos.
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Ovidio Muñoz es periodista.