Cerca de mi casa hay un sitio con una linda vista a la ciudad. En la pandemia, se puso de moda y desde entonces llega gente a pasarla bien: parejillas, grupos de amigos. Unos diez carros y un puñado de motos que, llueva o truene, estacionan a la vera del camino. Los fines de semana, familias enteras llegan de pícnic por ahí. Un lindo paraje dio paso a un mirador público, pues todo transcurre en el derecho de vía.
Pues bien, el lamentable estado como estos paseantes dejan el lugar dice mucho del concepto “lo público” que manejamos en este país. Este es el retrato: un reguero de botellas y latas tiradas, bolsas enteras con restos de comida y ni hablar de la gran cantidad de envolturas de cuanto snack puedan imaginar, además de otro montón de residuos asquerosos.
Cada semana, algunos vecinos limpian unos trescientos metros de camino que, por cierto, era un jardín muy bonito con zacate recortadito y veraneras, venido a menos no por falta de cuidado, sino por el inevitable efecto de ser un parqueo. Y déjenme hacer profiling: los peores visitantes son los hombres jóvenes que gustan de jugar a quebrar botellas. Machazos. Los desechos recolectados llenan unas tres bolsas grandes de basura cada fin de semana. Y eso que la limpieza lidia con los residuos más grandes y visibles, porque hay pequeños desechos por doquier, difíciles de recoger, un verdadero subsuelo que, sin duda, en el futuro será objeto de estudios arqueológicos. Quizá concluyan que hubo un sitio ritual.
En fin, lo público no como el lugar de todos, que nos permite encontrarnos, disfrutar y disfrutarnos, sino como el lugar de nadie, un no-lugar que, si no es mío, no lo cuido. Curioso, además, cómo a las personas les parece normal llegar a un chiquero. Pareciera que estuvieran esperando a que el sitio se privatice y les cobren para entonces, ahí sí, empezar a esmerarse. O quizá no; indignados pondrían un amparo en la Sala IV para seguir ensuciando gratis.
Ahí es donde esta pequeña historia es una metáfora de lo que acontece con lo público en Costa Rica. Se nos cae a pedazos y a pocos les importa: la Caja, la educación pública, los parques nacionales, el sistema público de transporte, la política. El ethos actual idealiza al individuo y la satisfacción mercantilizada de sus necesidades sin entender que la falta de bienes públicos —y de sentido cívico— nos condena a un todos contra todos.
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