El pasado domingo evitamos deslizarnos por una pendiente de confesionalismo, improvisación e intolerancia. Detuvimos una fuerte arremetida contra la esencia de los derechos humanos y las instituciones republicanas, y mantuvimos la precaria secularidad de un Estado que, aunque posee religión “oficial”, nunca ha pretendido imponerla.
En esos frentes podemos respirar tranquilos. Además, hay razones para entusiasmarnos por lo que parece un vigoroso –y necesario– recambio generacional en nuestra vida pública, impulsado por una visión y quehacer de la política que lucen más frescos, modernos, tolerantes y creativos que los ejes actuales.
Quizá de su mano, y junto con reformas insoslayables, podamos dotar a nuestras estructuras y prácticas democráticas de mayor legitimidad y gobernabilidad; a nuestra economía de creciente productividad y dinamismo; a nuestra sociedad de más amplia equidad y oportunidades, y a nuestro aparato estatal de una renovada capacidad para la buena gestión orientada a resultados.
Pero hay mucho más por delante. El camino por recorrer será en extremo difícil, tanto por los problemas que se han acumulado y crecido (el déficit fiscal es el más urgente), como por la dispersión y complejidad legislativa, los convulsos fantasmas y corrientes internas de los partidos, la tentación de revanchas o bloqueos y la dificultad de estructurar, direccionar, cohesionar y gestionar la iniciativa clave –y necesaria– del presidente Carlos Alvarado: un “gobierno nacional” sobre la base de una agenda común.
Antes de especular sobre lo que podría venir, sin embargo, debemos reflexionar sobre lo sucedido durante las dos etapas de la campaña; en particular, los móviles del comportamiento electoral. Todavía no disponemos de suficiente base empírica para este ejercicio. Por ello, parto de supuestos e hipótesis preliminares, con la certeza, además, de que en la política convergen dinámicas múltiples y a menudo inescrutables.
Trasfondos y móviles. El gran trasfondo de esta campaña, de sobra documentado durante años, fue la dispersión electoral, el debilitamiento de las identidades políticas, el creciente desapego hacia los partidos y sus disfuncionalidades como articuladores y canalizadores de intereses difusos.
Estos factores han generado un electorado en extremo volátil y difícil de clasificar en las usuales categorías analíticas, pero es evidente que existe un número significativo de personas decepcionadas, “desenganchadas” y hasta enojadas con el desempeño de los actores políticos, y quizá hasta del propio sistema democrático. Es un grupo dispuesto a abrazar de forma aleatoria a partidos y candidatos beligerantes, voluntaristas, hostiles hacia lo establecido y hasta desdeñosos de las instituciones.
Presumo que Juan Diego Castro se nutrió de una parte importante de ellos durante los meses iniciales de la campaña. Subido en una ola de “cementazo” y diatribas, creció hasta que un nuevo tema se impuso en la discusión y catapultó la candidatura de Fabricio Alvarado.
El nuevo y gran detonante fue la opinión consultiva de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte-IDH) a favor del matrimonio igualitario y el derecho a la identidad de género. Pero no olvidemos que había estado precedida por la intensa oposición de la jerarquía católica a las guías de afectividad y sexualidad del MEP, su virtual guerra contra una imprecisa “ideología de género” y su convocatoria, en plena campaña, a una “marcha por la vida”, que introdujo más elementos de distorsión y crispación en la discusión electoral.
Gracias a estos antecedentes, cuando llegó la opinión consultiva, el crispado discurso sobre identidades personales, con tintes excluyentes, ya había sido normalizado. Sobre la plataforma doctrinaria y organizativa de centenares de templos pentecostales, Fabricio logró instrumentalizarlo y convertirse en abanderado de la “moral”, la “familia” y la “vida”.
Aquí comenzó su ascenso, que también se alimentó de un elemento estructural profundo: la marginalidad, desesperanza, vulnerabilidad y falta de representación de sectores de la población concentrados en las zonas y barrios más desfavorecidos del país. Para muchos de ellos, los cultos y templos han sido, durante años, puntal para sus necesidades espirituales, carencias materiales, búsqueda de identidad y sentido de comunidad; los pastores, guías que superan lo religioso y llegan a otros ámbitos: en este caso, la política.
Sin la mezcla de los anteriores elementos, difícilmente Fabricio habría pasado a la segunda vuelta; Carlos Alvarado, tampoco. Así como el primero se convirtió en abanderado de una moral tradicional excluyente, el segundo impulsó la inclusión y la tolerancia frente a la intransigencia y declaró su adhesión a la opinión de la Corte-IDH. A ambos les ayudaron estos posicionamientos contrastantes para diferenciarse y superar a los demás candidatos gracias a un umbral de votos muy bajo.
En otra marcha. Hacia la segunda ronda, todo comenzó a cambiar. La agenda de discusión se amplió considerablemente y brindó a Carlos la oportunidad de hacer planteamientos más sustantivos que los de Fabricio. Las diferencias de preparación entre ambos se hicieron más evidentes con cada debate, a favor del primero.
La estructura de apoyo brindada por los templos mostró sus limitaciones, además de violar prohibiciones de la Constitución y el Código Electoral. En la otra acera, la Coalición Costa Rica se convirtió en una sólida y eficaz plataforma de divulgación, motivación, movilización y organización, con una estructura descentralizada y moderna. Su composición, heterogénea, resultó clave para que el candidato del PAC lograra saltar sobre las débiles estructuras de este.
Fabricio “fichó” a una serie de figuras del PLN y otros partidos. Esto le ayudó; sin embargo, su heterogeneidad, limitado entusiasmo y falta de un programa que los cobijara en función de un proyecto, debilitó el impacto. El acuerdo político de Carlos con Rodolfo Piza, en cambio, sumó personas y planes, junto con una dedicación total del excandidato del PUSC y algunos cuadros del partido a la campaña.
Pero el factor que quizá inclinó más la balanza al final fue la religión, en sentido contrario a la primera ronda. En esta, el discurso de los “valores” impulsó a Fabricio; en la segunda, su naturaleza cambió radicalmente, y lo perjudicó.
Tengo la impresión de que las surrealistas diatribas de su “padre espiritual”, Rony Chaves, contra la Virgen de los Ángeles, generaron un profundo y extendido rechazo. De su mano, se creó una pugna entre corrientes religiosas, que se trasladó al ámbito de la doctrina y los símbolos sagrados, y hasta tocó fibras sensibles de identidad nacional. En esta lucha, Carlos, católico tolerante, light y discreto, se impuso a Fabricio, protestante intolerante, duro e histriónico.
Al irrumpir este tipo de factores en una contienda polarizada, la relación entre el candidato oficialista y el desempeño de un gobierno poco popular pasó a un segundo plano. Quedó como reflejo de lo que había pasado, no como clave de lo que podría venir. Las preocupaciones y entusiasmos fueron otros. Vino entonces el 60-40 del 1.° de abril.
Enseñanzas y rumbos. ¿Qué nos revelan la campaña y los resultados? Mucho y muy complejo; por esto destaco un solo aspecto que considero crucial: el Estado y las estructuras centrales de nuestra sociedad siguen en deuda con los grupos más desfavorecidos de la población.
Rodeados de los sectores organizados –llámense sindicatos del sector público, gremios profesionales, cooperativistas, solidaristas o empresarios–, nuestros gobernantes han tendido a dirigir sus mayores recursos, rentas, incentivos y privilegios hacia ellos. Los desorganizados –es decir, los marginados– han quedado, esencialmente, fuera del “reparto”; peor aún, han debido asumir parte de los costos, de forma directa o mediante el impacto de nuestros disloques fiscales. Y los ciudadanos que sí estamos cobijados por el “Estado social de derecho” y sus instituciones, hemos tendido a olvidarlos.
Un problema de esta índole apenas se podrá paliar mediante políticas sociales. Para resolverlo se necesitan modificaciones estructurales más profundas y, por supuesto, políticamente costosas, porque afectarán a los beneficiarios actuales.
Los cambios pasan, entre muchos otros canales, por una reforma fiscal, renovada calidad y pertinencia de la educación, mayor eficiencia en la prestación de servicios, lucha contra los monopolios y carteles que aún existen y encarecen la producción y la vida, desmantelamiento de privilegios gremiales, mejora en la infraestructura, modelos de urbanismo más racionales y la articulación de un sistema político y de gerenciamiento estatal más ágil, estratégico y orientado a resultados.
Hasta ahora los “pendientes” no han disminuido con suficiente dinamismo. Los avances han sido muy lentos; los cambios importantes, casi imposibles. El virtual poder de veto de sectores organizados sobre los partidos no ha cedido; más bien, aumenta ante la dispersión y falta de acuerdos legislativos.
Si el gobierno de unidad lograra, en efecto, articular una agenda pequeña, pero sustantiva, de reformas, y sumarlas a una administración más vigorosa y eficaz, la posibilidad de avanzar sería significativa. Percibo voluntad de hacerlo y el apoyo hacia esa ruta de generaciones emergentes, preparadas y entusiastas.
La clave es si ambas actitudes lograrán articularse y canalizarse mediante partidos vigorosos, sean nuevos o existentes, y una acción política que supere los fines puntuales y adopte una visión amplia, tenaz, realista y comprometida a largo plazo. Este es un desafío que excede al gobierno e involucra al conjunto de los ciudadanos.
El autor es periodista.