Daniel Ortega cumplió el 10 de enero 16 años consecutivos en el poder: primero, encabezando un régimen autoritario (2007-2017); después, como una dictadura familiar sangrienta (2018-2020); y los últimos dos años (2021-2022), como una dictadura totalitaria.
En el siglo XX, durante la década de la Revolución sandinista, Ortega gobernó como coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979-1984) y presidente del gobierno revolucionario (1985-1990).
Ortega ha controlado el Ejecutivo y los demás poderes del Estado, el Ejército y la Policía durante 27 años en sus dos etapas como gobernante. Su longevidad en el poder total sobrepasó los casi 17 años de Anastasio Somoza García (1937-1947 y 1950-1956), y como el viejo Tacho ahora intenta perpetuarse en el poder a través de una sucesión dinástica. Sin embargo, pese a que su esposa, Rosario Murillo, ya está colocada en la línea de sucesión constitucional como vicepresidenta, la sucesión dinástica del régimen familiar, fuente permanente de fisuras, tensiones y contradicciones, es uno de los eslabones más débiles de la dictadura.
A diferencia de los regímenes de Cuba y Venezuela, que se sustentan en un proyecto político autoritario de Estado-partido y que lograron traspasar el poder de Fidel Castro a Raúl Castro y a Miguel Díaz-Canel en Cuba, y de Hugo Chávez a Nicolás Maduro en Venezuela, la de Ortega y Murillo es una dictadura familiar, un anacronismo en el siglo XXI, que, sin apelar a un proyecto político o una ideología, depende cada vez más de la represión, el culto a la personalidad del “comandante y la compañera” y su discurso de odio y venganza.
Diferencia
La mayoría de los gobiernos latinoamericanos y europeos, y sobre todo la izquierda democrática, advierten incluso una distinción entre el régimen Ortega Murillo en relación con Cuba y Venezuela.
El primero es visto como un régimen bandolero, condenado en la OEA y la ONU por violaciones masivas a los derechos humanos, en votaciones altamente mayoritarias. Los segundos son cuestionados como regímenes autoritarios que restringen las libertades y la democracia, pero que apelan a una suerte de racionalidad política y razones de Estado para promover una estrategia de negociaciones al final del túnel, pues a diferencia de Ortega sí tienen algo que ofrecer a la comunidad internacional.
En Nicaragua, la expectativa de una transición democrática fracasó en los dos diálogos nacionales (2018 y 2019), cuando Ortega se negó a negociar una reforma electoral con la Alianza Cívica e incumplió el acuerdo de suspender el Estado policial.
En el 2021, finalmente, liquidó la última oportunidad de una transición cuando encarceló a los siete precandidatos presidenciales opositores, ilegalizó a dos partidos políticos y anuló las elecciones al eliminar la competencia política.
Lo que queda ahora es el todo o nada, la imposición por la fuerza del proyecto de sucesión dinástica de Rosario Murillo para radicalizar aún más la represión, o la caída del régimen como consecuencia de su propio desgaste, sus fisuras internas, el impacto de la presión política internacional, la resistencia de los presos políticos y la recuperación del espacio cívico.
Mientras Ortega vive sus horas más bajas en la política, su sucesora, Rosario Murillo, invoca un liderazgo burocrático que para muchos, en su propio círculo de poder, equivale a una impostura. Un mando omnipotente que genera relaciones de lealtad basadas en el miedo de sus subordinados y en el temor a la venganza contra sus incontables adversarios en el viejo y nuevo sandinismo.
Ortega y Murillo ciertamente pueden prolongar su permanencia en el poder mientras cuenten con estabilidad económica y los recursos para mantener aceitados los canales prebendarios de control político, y, sobre todo, la lealtad y la tecnología para dirigir el aparato represivo —Policía, Ejército, espionaje, paramilitares, Fiscalía y tribunal de justicia—, pero, a mediano plazo, el sistema tiende a agotarse en la medida en que se sigue reduciendo su base de apoyo político, mientras se genera un creciente malestar entre los altos funcionarios.
Vigilancia extrema
En el 2022, cuando aparentemente ya no quedaban “enemigos” a la vista, con todo el liderazgo político y cívico político en la cárcel, incluidos sacerdotes y obispos de la Iglesia católica, surgió un nuevo sujeto político sospechoso: la desconfianza en los servidores públicos, civiles y militares.
Después de una ola de filtraciones sobre corrupción, deserciones y renuncias, los altos funcionarios son sometidos a la vigilancia extrema de la pareja presidencial. Como resultado de esta cacería de brujas, algunos exfuncionarios están en la cárcel acusados de supuesta corrupción y otros incluso por delitos de “conspiración” y “propagación de noticias falsas” que el régimen atribuye a los opositores acusados de “golpismo”.
La corrupción y la pugna entre los operadores políticos de Ortega y Murillo por la robadera en la cúpula no tiene cura ni solución, porque la raíz de la degradación moral del Estado está en la confusión de lo público y lo privado, que personaliza la misma familia gobernante. Esa es la principal fuente de la corrupción, y en la búsqueda de una solución nacional, los servidores públicos tendrán que validar que no tienen responsabilidades con la represión y la corrupción.
La resistencia de monseñor Rolando Álvarez y de los presos políticos también tiene un impacto decisivo en la crisis de sucesión de la dictadura. Ellos representan la esperanza de un cambio democrático. El obispo de Matagalpa está acusado de “conspiración contra la soberanía nacional” porque no aceptó el destierro que le ofreció el régimen.
Bajo arresto domiciliario, con su dignidad intacta, el obispo está desafiando a la dictadura y apela al Vaticano y la comunidad internacional para que cese la persecución contra la Iglesia en Nicaragua. Monseñor Rolando Álvarez sigue siendo la voz profética de la Iglesia que Ortega nunca ha podido callar.
Táctica para silenciar
En la cárcel El Chipote, después de varias huelgas de hambre y 85 días de incomunicación, las tres visitas familiares a los presos realizadas en diciembre, por primera vez en un ambiente de respeto, revelan que el régimen cedió parcialmente a la campaña para que cese la crueldad y el aislamiento en la cárcel. Sin embargo, aún mantiene en confinamiento solitario a Dora María Téllez, prohíbe la lectura y escritura a los presos políticos y administra el derecho a una visita normal como dádiva o chantaje.
Su pretensión es silenciar el reclamo de los familiares de los presos políticos, mientras se autoerige en juez y ofrece “cadena perpetua” contra los reos de conciencia que están en la cárcel, no por haber orquestado un “golpe” sino por demandar elecciones libres. En cambio, la demanda nacional, que debe ser asumida con más fuerza por los defensores de derechos humanos y la comunidad internacional, sigue siendo la anulación de los juicios espurios y la libertad de todos los presos políticos, para comenzar la liberación de toda Nicaragua.
La resistencia de monseñor Álvarez y los presos políticos, la crisis de sucesión del régimen familiar y el malestar de los altos funcionarios son los eslabones más débiles en el ocaso de la dictadura, aunque, a corto plazo, no son suficientes para activar una salida política.
Para viabilizar las posibilidades del cambio político, es imperativa también una presión política internacional sostenida a mediano plazo, incremental, en correspondencia con la magnitud de la represión, para debilitar los pilares represivos de la dictadura.
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El autor es periodista nicaragüense.