Escribir sobre la violencia contra las mujeres es —para mí— un poco aburrido. No es que piense que el problema no existe y tampoco que no me interese, pues la padezco de diferentes formas, en la mayoría de las ocasiones, de forma sutil debido a mi posición.
Pero se ha dicho tanto y de tantas formas, que nadie escucha. Es como si se tratara de denuncias infrasónicas. Hablar de la violencia contra las mujeres pareciera que no sirve de nada, excepto para enojar a unos cuantos señores y otras tantas señoras, o cumplir con lo políticamente correcto.
Me veo obligada por imperativo ético; simplemente no puedo pasarme la vida contemplando pasivamente lo que nos hacen por lo poco que importamos. El ejemplo más actual es que, salvo este diario en dos notas, la mayoría de los titulares periodísticos y no pocas publicaciones en las redes aluden al atropello a los derechos humanos de los trabajadores de la infraestructura mundialista y de los homosexuales, sin mencionar a las cataríes y su vida brutalmente oprimida por los varones, que son sus tutores absolutos.
En mi esfuerzo por escribir, me vino a la memoria Estigia (o Aqueronte), el río que marca la frontera entre la vida y la muerte, descrito en la mitología griega, que se atravesaba en una barca conducida por Caronte (o Flegias), según el destino previsto y el poeta que narra el mito. Un agua sobre la cual pintó el flamenco Joachim Patinir El paso de la laguna Estigia y sus dos opciones: un infierno con su entrada amplia y bien marcada y un paraíso con el ingreso laberíntico.
La pintura se refiere a la vieja idea de que los seres humanos tendemos a elegir lo fácil. Esto y otros elementos que determinan lo que hacemos son interpretados por los sociólogos estadounidenses Howard Becker y Erving Goffman, quienes afirman que la situación explica fundamentalmente nuestro comportamiento.
Por eso, hay gente que se muestra de una forma muy distinta cuando alcanza un poco de poder. Esto querría decir, más o menos, que muchas de las acciones se explican por el simple hecho de que se hacen porque se puede.
Quiero ilustrar lo anterior con un acontecimiento que me ocurrió recientemente. Durante un evento internacional, un profesor, desconocido para mí hasta ese momento, ni bien se entera de mi cargo como directora de un posgrado en estudios de la mujer, se dedicó a explicarme sus “hipótesis” sobre cómo la pobreza tiene “rostro de mujer” y sus causas.
Él y muchos otros hacen lo mismo —llamado mansplaining por la escritora estadounidense Rebecca Solnit— porque existen facilidades: nuestra cultura continúa cediendo el lugar del saber a ellos y el de sentir, a las mujeres. Por eso, su comportamiento no se vio mal —excepto por mí, naturalmente—, lo que le garantizó “salir bien parado”, pese a mi señalamiento.
Oportunidad, impunidad y ganancia
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La situación, entonces, tiene que ver con el sentido de oportunidad: la posibilidad de hacer algo. De impunidad: no hay consecuencias negativas. De ganancia: afrentar a alguien u obtener algún beneficio, así sea sentirse superior.
En nuestra cultura, en general, los hombres gozan de oportunidad, impunidad y ganancia. Esa es la razón por la cual muchas mujeres perciben menos salario, ocupan pocos cargos de poder, reciben golpes y humillaciones en la casa y viven con el temor constante de una violación, miedo que se materializa, desgraciadamente, todos los días.
Un poco pesimista, Pierre Bourdieu afirmó, en su libro La dominación masculina —en el que omite citar a varias teóricas, por cierto—, que debido a las relaciones de poder tan desproporcionadas a favor de los hombres, estos, a lo más que llegan cuando intentan ser buenos con las mujeres es a ser condescendientes.
Optimista, pienso que, con un esfuerzo significativo, ustedes, los hombres, lograrán más, y que este 25 de noviembre, Día Internacional para Eliminar la Violencia contra la Mujer, es una buena oportunidad para que cada hombre revise la forma como trata a las mujeres de su entorno y haga un ejercicio de empatía sobre cómo se sentirá ser mujer en una sociedad como la nuestra.
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Cultura del desprecio
Pónganse en nuestro lugar, frente al hecho de que solo a las mujeres les ocurre lo que le pasó a María Luisa Cedeño y a millones en el mundo, y reflexionen sobre la idea que venimos planteando las feministas acerca de lo que significa: que la cultura desprecia a las mujeres con poder, libertad, soledad y sentido del propio valor que, además, no estén al servicio de nadie.
Trate de imaginar en qué clase de mundo fue posible que hasta el año 1993 la Organización de las Naciones Unidas aceptó que los derechos de las mujeres podían ingresar al rango de derechos humanos.
Con empatía, usted puede renunciar al poder que tiene por ser hombre; sin embargo, requerirá mucho ánimo y sentido del honor para negarse a usarlo con miras a ganar de forma mal habida o abusar.
Como en la ruta paradisíaca de Patinir, el camino de la renuncia a las prerrogativas masculinas es una maraña complicada pero no imposible, se empieza a recorrer mediante algo fundamental: escuchar lo que las mujeres tienen que decir del lugar que ocupan en el mundo.
Pruebe también pensando dos veces antes de escribir comentarios ofensivos cada vez que alguna haga una denuncia, para que nosotras no tengamos que hacer lo que hemos venido aprendiendo por el trato que recibimos: ponerlo en spam.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.