Uno de los aspectos menos estudiados del ascenso de las opciones políticas de izquierda en América Latina durante la última década y media –hoy más bien en retirada– tiene que ver con la curiosa simbiosis discursiva que precedió a su llegada al poder.
Desde la revolución bolivariana de Hugo Chávez hasta el Partido de los Trabajadores en Brasil, pasando por el FMLN en El Salvador, el PAC y el Frente Amplio en Costa Rica, y los movimientos de Rafael Correa y Evo Morales, en Ecuador y Bolivia, respectivamente, la izquierda latinoamericana arropó el desafío ideológico a sus adversarios en el atavío de la denuncia ética. “Neoliberal corrupto” devino así en la descalificación favorita en el lenguaje de la izquierda, un insulto, además, indivisible, como la Santísima Trinidad.
La especie la hemos oído por años en Costa Rica. Allá por el año 2013, el entonces candidato presidencial de nuestro Frente Amplio, José María Villalta, lo expresaba con claridad en una entrevista en este mismo medio: “Estamos tan mal por el gran viraje que hemos dado hacia la derecha. Esa es la causa de la corrupción y la violencia que tenemos” (25/2/2013). Villalta y sus correligionarios latinoamericanos no están solos. Hace un tiempo, Pablo Iglesias, líder de la agrupación Podemos, en España, lo decía así en uno de sus discursos: “La corrupción no es Mariano Rajoy, es el neoliberalismo, el paro, es un sistema político” (24/6/2016).
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En ruinas. Tratándose de movimientos que convirtieron la denuncia de la corrupción de sus adversarios en uno de los pilares de su discurso político, resulta tan sorprendente como aleccionador el poco interés por la pureza ética que mostraron los partidos de izquierda una vez que llegaron al poder.
Las ruinas de la promesa ética de la izquierda latinoamericana están hoy a la vista. La lista es larga: Lula procesado por la justicia brasileña por recibir supuestos premios de empresas constructoras; la mitad del gabinete de Cristina Fernández en Argentina en prisión por múltiples acusaciones de corrupción; el exvicepresidente de Ecuador Jorge Glas también preso, cortesía de su presunto involucramiento con la empresa Odebrecht; Mauricio Funes, primer presidente elegido por el FMLN en El Salvador, prófugo de la justicia; la expareja del presidente Evo Morales procesada por una compleja madeja de casos de tráfico de influencia, etc., etc. Y de Venezuela y Nicaragua, mejor no hablemos.
No traigo esto a cuento para endilgar a la izquierda el monopolio de la corrupción en la región, lo que evidentemente sería un disparate. Esto es, de hecho, lo que hacen hoy algunas voces nostálgicas de la derecha regional, que sitúan al populismo de izquierda en la raíz de todas las desventuras éticas recientes de América Latina, olvidando con ello casos como los de Ricardo Martinelli, Antonio Saca y Otto Pérez Molina, que no tienen un hueso bolivariano en su cuerpo.
Uno de los resultados de ese juego de denuncias y contradenuncias ha sido la política exaltada y colérica que hoy vemos en casi toda la región.
Dos puntos. La experiencia reciente de la izquierda latinoamericana es muy útil no para atribuir inexistentes monopolios éticos, sino para hacer dos puntos que me parecen cruciales para nuestros debates políticos. El primero es que mezclar los desacuerdos políticos con la impugnación ética es generalmente una injusticia y siempre una mala idea.
Cuando acuso a mi adversario de “neoliberal corrupto” o “bolivariano corrupto”, no delineo simplemente un desacuerdo político, sino una autoconferida posición de superioridad moral. Y resulta que con quien es intrínsecamente corrupto y malvado no hay conversación ni acuerdo posibles. Si se es el repositorio de toda virtud moral en el sistema político, no queda más que prevalecer al costo que sea. La política se convierte en un eterno juego de suma cero, en una lucha a muerte, donde toda transacción es una traición y una muestra de debilidad moral.
En otras palabras, la política democrática deviene en un imposible. Nada de esto quiere decir que no haya que denunciar la corrupción. Lo que quiere decir es que a quien abusa del poder político para obtener ganancias personales –que esa y no otra es la definición de corrupción– hay que denunciarlo no por sus convicciones, sino por su conducta. Amalgamar las diferencias ideológicas con el castigo moral es la receta perfecta para una política intolerante y fanática.
La segunda lección es acaso más importante, sobre todo en esta época de feroces populismos anticorrupción. El itinerario recorrido por la izquierda regional enseña que debemos desconfiar siempre de todo aquel que nos ofrezca tierras prometidas morales sin haber estado nunca en el poder. Esto sabemos de sobra: en una democracia estamos obligados a ser desconfiados de las promesas de quienes han estado en el poder. Pero debemos ser aún más recelosos de lo que nos prometan quienes nunca lo han tenido.
Por razones misteriosas, en el enrarecido clima político que vivimos hemos invertido esa regla de sentido común. Nos hemos acostumbrado a comparar en pie de igualdad las promesas de pureza ética de los recién llegados, con la experiencia –inevitablemente imperfecta– de quienes ya han pasado por el Gobierno.
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En ese ejercicio, las aspiraciones siempre vencen a los resultados. Yo no digo que nunca debamos escoger al recién llegado, lo que digo es que es prudente aplicarles doble descuento a sus promesas de renovación moral y triple descuento si son estridentes.
Por mi parte, yo no quiero líderes impolutos ni partidos dotados de imaginarios monopolios éticos. Esa es una receta para la intolerancia y la desilusión, y siempre acaba mal. Yo prefiero instituciones fuertes, sociedades vigilantes y una prensa vigorosa, capaces de arrojar luz y establecer responsabilidades cuando el poder haga sus inevitables estragos con la fragilidad humana. Eso es mucho menos emocionante que escuchar las promesas de los iluminados, pero es la única ruta segura que conozco hacia gobiernos no perfectos, sino simplemente mejores.
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El autor es politólogo.