Los muchachos que han salido a las calles a dar la cara por Nicaragua nacieron a partir de los años noventa, o en este mismo siglo, y por lo tanto la revolución que derrocó a Somoza es un hecho ignorado por muchos de ellos o ha sido distorsionado por la propaganda oficial, lo que viene a ser lo mismo.
Son los nietos de una revolución lejana o ausente en su memoria, pero la llevan de todas maneras en los genes porque aquella se hizo también por razones morales, ante el hastío frente a una dictadura familiar que se creía dueña del país, y cuando se vio amenazada no vaciló en recurrir a la represión más cruel. Y al exterminio.
La dictadura de Somoza marcó a los jóvenes como delincuentes, y la juventud se pagaba con la vida. Cada día aparecían cuerpos torturados y mutilados o simplemente con un tiro en la cabeza, en la cuesta del Plomo, al occidente de Managua, una morgue a cielo abierto donde las madres iban en busca de sus hijos desaparecidos. Por eso, el lema que se corea hoy en las marchas “¡No eran delincuentes, eran estudiantes”!, viene a resultar tan familiar, un eco que conecta al pasado de los abuelos con el presente de los nietos.
Todo ardor juvenil despierta la imaginación y llena las palabras de sentido, les da una dimensión que las vuelve verdaderas, y por verdaderas se convierten en parte de una cultura novedosa y fresca. Hablan, entonces, las paredes, los cartelones, y, hoy día, habla también el humor desde los memes en las redes sociales. La improvisación ingeniosa se carga de legitimidad. Es un revés irreverente a la mentira.
Coraje. “Nos quitaron tanto que nos quitaron hasta el miedo”, se lee en una pancarta de papel de estraza. Y en otra: “Nunca había visto tantos valientes sin armas y tantos cobardes armados”. Otro pregona, con mucha sabiduría: “Cuando se lee poco se dispara mucho”. Una muchacha ha escrito con plumón en su barriga de embarazada: “Que se rinda tu madre, porque la mía no”. Uno que está entre mis favoritos: “Disculpe las molestias, estamos cambiando el país para usted”. Y este que tiene indudable peso histórico: “Hay décadas donde nada ocurre, y hay semanas donde ocurren décadas”.
Y también la insurrección cívica tiene su banda sonora, viejas canciones de los años setenta, en las que reviven las voces de los Quilapayún entonando con ritmo nostálgico “el pueblo unido jamás será vencido” y las que han compuesto los hermanos Carlos y Luis Enrique Mejía Godoy, y muchos otros cantautores jóvenes.
La lejanía, ese vacío a lo largo de las décadas, hace, no obstante, que los nietos desprecien, o rechacen, no pocos de los símbolos bajo los que pelearon los abuelos; y aquellos de esos abuelos que detentan hoy el poder se han vuelto indeseables para sus descendientes. Ellos y los símbolos de los que se han apropiado. La propaganda oficial obra milagros malsanos, como ha sido el abuso a lo largo de la última década de la bandera rojinegra, que de herencia histórica pasó a ser incautada por una secta.
Esa bandera, levantada por el general Sandino en las montañas de las Segovias en su gesta de seis años por la soberanía nacional, y cuyos colores identificaba en sus proclamas con los propósitos de su lucha, negro por el luto de la patria agredida, rojo por la sangre derramada, estuvo en las barricadas en la insurrección que dio fin al somocismo.
Diferencia. Y hay que advertir, porque es esencial, que entre una y otra lucha, la que culminó hace casi cuarenta años, en 1979, y la de ahora, hay una diferencia fundamental: los nietos pelean sin armas de guerra. Son los que han puesto los muertos, en una resistencia cívica sin precedentes, y de esta manera, aunque con dolor y sufrimiento y sacrificio, le abren al país la oportunidad de un cambio político: el paso de la dictadura a la democracia, sin que medie una guerra civil.
Esa bandera a la que vuelvo fue expropiada y malversada de tal manera que llegó a sustituir, a la fuerza, a la bandera nacional, y usada como elemento decorativo hasta las náuseas, se ha multiplicado en tarimas de actos públicos, comparecencias oficiales, desfiles y concentraciones, igual que se multiplicaron los árboles de la vida, hasta convertirse en símbolos odiosos del poder.
No es extraño, entonces, que los nietos la adversen y hasta le prendan fuego, ya que ignoran que se trata de una herencia de sus abuelos, a su vez recibida de un tatarabuelo lejano y difuso, y cuya figura también ha sido distorsionada, y la vean solo como una impostura que el nuevo poder familiar ha colocado en lugar de la bandera del país, cuyos colores, azul y blanco, se multiplican en las marchas de protesta, en las fachadas de las casas, en las ventanillas de los vehículos, en pañoletas y cintillos de cabeza, en las mejillas de los jóvenes manifestantes.
La bandera nacional se ha convertido en un símbolo subversivo que se enarbola de manera espontánea y masiva, y representa la unidad del país en la lucha por conquistar la democracia y las libertades públicas. El partido oficial ha corrido a rescatarla, pero de manera tardía y fallida. En sus manos, todo resulta en imposición y en falsificación.
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No hay nada de nacionalismo mezquino en el despliegue de la bandera de Nicaragua. Es el símbolo de los nietos por recuperar la nación, y detrás de esa oleada han seguido sus padres y no pocos de los abuelos, que se ponen también detrás de los pasos que abren el camino hacia el futuro, dichosamente, hasta ahora, lejos de los partidos políticos de esta marea.
Un reclamo así, sin caudillos ni aprendices de caudillos, encabezado por jóvenes lúcidos y transparentes, dichosamente inexpertos en artimañas políticas, es lo que nos dará una nueva Nicaragua. Es la hora de los nietos.
El autor es escritor.