Perú fue una estrella económica durante varios años: alto crecimiento, estabilidad, baja deuda y disminución de la pobreza. Pero los beneficios permearon poco más allá de este indicador. El inepto manejo de la pandemia complicó más el cuadro. En paralelo, el sistema político se volvió disfuncional. Colapsó el modelo de partidos, hubo cuatro presidentes en igual número de años y, tras los 18 candidatos en la primera vuelta, los electores deberán escoger entre dos males: Pedro Castillo y Keiko Fujimori.
Ninguno tiene capacidad ni credibilidad para ejercer la presidencia. Castillo nunca ha ocupado un cargo político, solo sindical. Con un mensaje de izquierda dura, su fama surgió tras dirigir una huelga de educadores. La impopular Keiko, hija del notoriamente perverso expresidente Alberto Fujimori, preso por corrupción, e investigada ella por lo mismo, solo puede ofrecer un poco de estabilidad. Sin embargo, sus antecedentes no garantizan nada; tampoco quienes la rodean.
Si las encuestas aciertan, Castillo ganará. Creo, sin gran convencimiento, que será lo peor. Sin embargo, más allá del resultado en las urnas, el de la realidad económica, política y social peruana es lamentable. Peor aún, no se origina en coyunturas, sino en una tendencia al deterioro en credibilidad política, gobernabilidad, sensatez, equilibrio y honestidad acumulada durante varios años.
Las élites, en general, perdieron el rumbo. Las más egoístas se limitaron a usufructuar un éxito volátil. Las más lúcidas no pudieron impulsar reformas profundas y de amplio impacto. La población se refugió en el rechazo al sistema, el desencanto, el cinismo y esporádicos desahogos.
Un cuadro lamentable. Una lección dura. Un caso de estudio que debemos analizar con gran cuidado.
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