Es sabido que todo análisis de inversión debe considerar, como mínimo, tres elementos: la rentabilidad, el riesgo y la liquidez. No obstante, cuando se trata de inversiones verdes o sostenibles, se incluyen otros aspectos, conocidos en la jerga financiera actual como criterios ASG.
A grandes rasgos, esos criterios se desagregan de la siguiente manera: la A, de ambiental, incluye, por ejemplo, las emisiones de CO2 o la huella de carbono; la S, de social, las condiciones laborales y los derechos humanos; y la G, de gobernanza o gobierno corporativo, la corrupción y la transparencia.
Por un lado, las finanzas verdes aspiran a crear un sistema financiero global económicamente eficiente y sostenible. Por el otro —posiblemente, el fundamental—, intentan poner coto a la actitud cortoplacista que caracteriza a algunas compañías e inversionistas en lo que respecta al desempeño empresarial, los rendimientos de las inversiones y el comportamiento de los mercados.
Las finanzas verdes también suponen un cambio de postura en relación con la tasa de retorno, ya que esta no se limita a comparar la utilidad obtenida con la operación realizada, sino que considera de forma paralela la creación de un bien público, ambiental y social. Sin embargo, no todos los operadores financieros y las empresas tienen un mandato expreso en materia de sostenibilidad, ni son consecuentes en cuanto a su propio relato corporativo o storytelling.
El ecosistema de inversiones. Las finanzas verdes resuenan en un ecosistema cada vez más diverso conformado, entre otros, por fondos de capital privado, fondos de inversión éticos y solidarios, fondos de pensiones, bancos comerciales, desarrolladores de proyectos sostenibles o incluso filántropos y personas con cuantioso capital disponible que se autodenominan intentional system changers, quienes de forma intencionada buscan cambiar el sistema.
A su vez, el mercado de valores pone a disposición de los clientes distintos tipos de instrumentos financieros que utilizan como referencia los criterios ASG, como títulos de renta fija y variable, bonos verdes y sociales, acciones, dividendos, seguros, préstamos y líneas de crédito, incluidas las de crédito revolving sostenible. En estas, la tasa de interés y su evolución se fija en función de la calificación ASG que obtenga la compañía.
Otra manera que tienen los inversionistas privados de cumplir los criterios de sostenibilidad consiste en descartar de su portafolio a empresas de sectores controversiales, como el tabaco, las armas de fuego de uso civil, el carbón, los asbestos, entre otros. No obstante, hay quien sugiere que esta estrategia no genera per se un impacto cuantificable en materia de sostenibilidad, sino que solo tiene interés en mejorar la imagen corporativa del inversionista.
Lavado de imagen verde e irresponsabilidad corporativa. Sin duda, en el mundo financiero y corporativo no todo lo que brilla es oro. Algunas empresas ponen en marcha estrategias de marketing y comunicación «verdes» con el propósito de diferenciarse de la competencia, y transmiten una supuesta preocupación por el medioambiente que no se traduce en productos o servicios realmente sostenibles. En esto consiste el greenwashing o «blanqueo ecológico», es decir, inducir a error a la sociedad respecto de lo que consume o la forma como lo hace.
El greenwashing no es «talla única» ni se limita a un sector de actividad. Se manifiesta de diferentes formas: hay empresas que, aun cuando en apariencia logran plasmar algo parecido a los criterios ASG en sus planes de negocio, consiguen enmascarar productos altamente contaminantes con certificaciones ambientales, alteran las etiquetas, la trazabilidad de lo producido es débil o inexistente y las estrategias de sostenibilidad consisten en objetivos a largo plazo difíciles de cuantificar.
En un artículo reciente en la revista Time, William Nordhaus —Premio Nobel de Economía 2018 por su trabajo sobre cambio climático y análisis económico— lanza una dura crítica a las empresas que brindan información engañosa o fraudulenta sobre sus productos o servicios.
Sugiere que deberían ocupar el noveno círculo del infierno —en alusión a La divina comedia del escritor Dante Alighieri—, ya que conocen sus productos peligrosos, retienen ese conocimiento y subvierten la ciencia para promover su propio interés comercial. En el noveno círculo yacen los traidores y quienes son culpables de malicia y fraude.
La opinión pública importa. Aunque muchas de las compañías, y quienes las financian, incurren en greenwashing sin violar aparentemente ninguna ley, en la era digital es prácticamente imposible «esconder el polvo debajo de la alfombra». La sociedad civil es cada vez más consciente de que la responsabilidad corporativa no se limita a las normas legales, sino que abarca todas aquellas acciones voluntarias y éticas que intentan satisfacer la letra y el espíritu de las leyes.
Cada año, la organización francesa Los Amigos de la Tierra o Les Amis de la Terre, junto con la Confederación Campesina de Francia o Confédération Paysanne, otorga el Premio Pinocho a empresas que, según su criterio, representan «lo mejor de lo peor».
En el 2020, fue conferido a una multinacional escandinava que comercializa fertilizantes minerales convencionales alrededor del mundo, bajo el lema «Una agricultura inteligente para el clima». Este premio fue creado en el 2008 y toda persona puede votar en el sitio www.prix-pinocchio.org, con base en una lista preseleccionada de empresas.
Los bancos no se quedan atrás. El informe Banking on Climate Chaos 2021 denuncia, entre otras cosas, que desde la firma del Acuerdo de París en el 2015, los 60 bancos más grandes del mundo han invertido $3.800 millones en combustibles fósiles.
Dichos bancos ofrecen, al mismo tiempo, productos financieros verdes para combatir el cambio climático. El informe está disponible en línea, es de fácil lectura e incluye un perfil de las organizaciones de la sociedad civil que participan en su elaboración.
De momento no hay una forma homogénea y comparable para que las empresas informen de sus datos no financieros, ni tampoco estándares internacionales para determinar las actividades económicas que pueden ser consideradas sostenibles desde el punto de vista ambiental y social. No obstante, el mes pasado la Unión Europea adoptó un reglamento mediante el cual se establece una «taxonomía de las finanzas verdes», cuyo objetivo es proporcionar a las empresas e inversionistas un lenguaje común para reorientar las inversiones hacia tecnologías y actividades más sostenibles.
Aunque la taxonomía europea servirá de referencia para muchos países, está claro que en los próximos años los gobiernos, las empresas y los operadores financieros alrededor del mundo deberán trabajar de manera coordinada para facilitar el cumplimiento de las metas de sostenibilidad desde el ámbito financiero. De otra manera, la consigna actual de que la recuperación poscovid «será resiliente y sostenible o no será» quedará en el olvido.
La autora es especialista en asuntos públicos, relaciones internacionales y política pública.