El fascinante mago de los franceses agotó su polvo de estrellas. Lo hizo en el peor momento, cuando su encantamiento era más apremiante para él, para Europa y para el mundo. Hubo, sin duda, bastante desperdicio en quien la abundancia de talento llegó, tal vez, manca de inteligencia emocional.
Macron es la gran estrella de la política francesa en un tiempo agotado de liderazgos europeos. Hélas, estrella fugaz.
Surgió, como deus ex machina, prácticamente de la nada, en las elecciones presidenciales del 2017. Joven de 39 años, de escasa experiencia política, su carisma hizo la diferencia. Transformó su presencia en movimiento electoral y, tras su triunfo en las urnas, logró la impensable y desconocida proeza de formar un partido desde cero y, con él, asegurarse la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.
Como un tsunami, arrasó la arena política francesa y puso su estandarte como último bastión frente al populismo derechista y xenófobo de Marine Le Pen.
En tiempos requeridos de cambios estructurales, la palabra reforma le quedaba corta. Para él, el leitmotiv era “transformación”, y pretendía liderarla tanto en Francia como en la Unión Europea. Esta narrativa atrevida e insólita se convirtió en esperanza.
El nombre de su partido, La República en Marcha, decía mucho y no decía nada. Era de una neutralidad activa, por encima de la marea de viejas izquierdas y derechas, que Macron asumió como improcedentes reliquias del pasado. Francia le dio un cheque en blanco.
Corazones conquistados
La primera sorpresa de su primer encuentro con los electores, en aquella primavera del 2017, fue la conquista de los corazones de un cuarto de los votantes que lo pusieron a la cabeza en la primera ronda electoral.
Esa fue su base electoral realmente propia. Luego, ganó las elecciones con 21 millones de votos, el 66 % del electorado. En parte, había hechizo en aquella victoria. Pero, sobre todo, fue un movimiento defensivo de lo más sano de la cultura francesa el que lo puso en el Elíseo, en repudio al avance de la xenofobia. Esos votos no eran, propiamente hablando, todos suyos.
Sin partido consolidado y frente a las elecciones legislativas que en Francia se producen después de las presidenciales, Macron se sacó de la manga su varita mágica: de la nada, creó un partido. Era abierto a todos, sin distingo alguno. Cualquiera podía postularse a diputado, cualquiera podía votar en las primarias, bastaba con inscribirse y presentar credenciales, no necesariamente políticas.
Ahí estaba internet para sustituir plazas públicas, y la web sirvió de surco fértil. Ese movimiento genial apelaba a una nueva forma de hacer política y respondía a un anhelo de renovación de las filas legislativas. Ya no había que pasar por las arcas caudinas de los filtros partidistas. El partido se convirtió en verdadera mediación entre la ciudadanía y la política.
El resultado fue una lista de candidatos de La República en Marcha, auténtico reflejo de la sociedad y la cultura francesas. En apenas siete semanas desde la fundación de su partido, Macron logró la mayoría absoluta parlamentaria más amplia en medio siglo.
Entre su partido y sus aliados, contaba con el respaldo de más del 60 % de la Asamblea Nacional. Ahí estaban científicos, médicos, ingenieros, filósofos, estudiantes, pero también empresarios, agricultores, maestros rurales, en fin, Raimundo y todo el mundo, y el mayor número histórico de diputadas. La socialdemocracia tradicional quedó aplastada y la derecha usual, reducida a su menor representación desde De Gaulle.
Indiferencia social
Después de tan mágico fulgor, quedaba por ver si las iniciativas políticas se correspondían con las esperanzas cifradas en él. Con la figura juvenil del Principito, asumió en el poder las formas de Luis XIV y las pretensiones de Napoleón. Macron no era ni de izquierda ni de derecha. Era y es simplemente un… banquero.
Desde sus primeros meses, mostró su indiferencia a las demandas sociales. Lo primero que hizo fue precarizar el empleo, facilitando el despido al disminuir aplastantemente las cargas patronales. Del otro lado de la trinchera empresarial, redujo el impuesto sobre el patrimonio y disminuyó tributos sobre sociedades, plusvalías y ganancias. Quería convertir a Francia en paraíso para las inversiones, pero, aparte de utilidades históricas para las empresas, las inversiones apenas aumentaron un modestísimo 2 %.
Eso no era popular. Pero con su mayoría parlamentaria habría podido permitirse una discusión profunda de esas medidas. Pero ¿por qué preocuparse de esas minucias democráticas? Las medidas las pasó por decreto, utilizando el artículo 49.3 de la Constitución, consciente de que no habría voto de desconfianza que lo hiciera retroceder.
Luego vino un aumento en los combustibles, igualmente intempestivo y, con él, un movimiento masivo totalmente nuevo en el escenario francés: la movilización rural, con el símbolo novedoso de chalecos amarillos.
Pero todavía tenía magia. La gran protesta decía “Macron nos ignora”, y, entonces, él asumió personalmente la mayor conversación nacional desde la Revolución francesa. Fue “le grand débat national”, versión macronizada de “les cahiers de doléances” de 1789.
Sin cambio
Macron recorrió el país y escuchó acusaciones, respondió preguntas, se quitaba el saco, se remangaba la camisa. Durante horas y semanas. Era toda una puesta en escena para calmar las aguas. Y las calmó. Pero no hubo ningún cambio.
Durante la pandemia, dio descanso a su ímpetu de reformas impopulares. En la primera de la lista, estaba posponer la edad de retiro. Francia descansó y Macron logró ser reelegido. Pero esta vez, con menos magia, perdió la mayoría legislativa. Ahí, lo que no pudo realizar estando fuerte intentó aprobarlo estando débil.
Y si no abrió debate con la mayoría, menos lo hizo minoritario: pasó la ley de pensiones por decreto. Fue la debacle. Y ahí estamos, con un Macron debilitado y cuatro años por delante ya sin aliento.
Luz de la calle, oscuridad de la casa, su política europea es brillante. Tanto más que ocupa el lugar vacante de Angela Merkel. Pero no podrá ser fuerte en Europa con pies de barro en Francia. Una pancarta de las manifestaciones francesas le advirtió: “Aquí decapitamos a Luis XVI”. En la cuna de la Revolución francesa, él lo sabe, pero no se da por prevenido.
En el ojo del huracán, Macron visitó a Xi Jinping. Ahí proclamó que Europa necesita dotarse de autonomía estratégica y no debe ser vasalla de Estados Unidos ni ajustarse a su ritmo de confrontación con China. Concuerdo. Pero esa voz es prisionera del traspié inicial de un segundo mandato.
Estudiante de Verlaine, Macron recordará Les sanglots longs des violons de l’automne (Los largos sollozos de violines en otoño). Con solo el 20 % de aprobación, Le Monde (18/4/2023) habla de la pesadez de un segundo mandato sin horizonte. Parece un epitafio. ¡Cuánta esperanza arrogantemente desperdiciada!
Velia Govaere, exviceministra de Economía, es catedrática de la UNED y especialista en Comercio Internacional con amplia experiencia en Centroamérica y el Caribe. Ha escrito tres libros sobre derecho comercial internacional y tratados de libre comercio. El más reciente se titula “Hegemonía de un modelo contradictorio en Costa Rica: procesos e impactos discordantes de los TLC”.