El presidente de Francia, Emmanuel Macron, causó revuelo en días pasados por decir, durante una entrevista con el diario francés Le Parisien: “A los no vacunados los quiero joder (emmerder, en francés) de verdad”, refiriéndose a impedirles el ingreso a lugares como restaurantes y teatros.
Sus palabras, posiblemente una estrategia política para concretar sus aspiraciones a la reelección, se corresponden con la ira cada vez mayor de quienes sí se han vacunado, según reportan diarios como The New York Times. Por eso, dijo lo que dijo, porque sabe que no es el único que piensa de ese modo. Él es, sin embargo, uno de los pocos que lo expresan públicamente.
Ser sinceros no es sencillo, pues está lleno de contradicciones, matices e interpretaciones según los distintos campos del conocimiento.
Es contradictorio que a quienes dicen lo que piensan suele caerles encima tanto una lluvia de reproches como de felicitaciones. Esto es así en la dimensión pública, pero también en la familiar, donde la idea de la “oveja negra” está relacionada muchas veces con la sinceridad. La gente que dice lo que piensa a la familia no suele irle muy bien.
Me atrevo a decir que se puede vivir de la sinceridad si se es una persona pública. Algo habla de eso la frase “no hay publicidad mala”.
Sí, da la impresión de que a las personas que dicen lo que piensan les suele ir mejor: algunas son admiradas y seguidas públicamente, pero también, secretamente, por gente que se dejaría rapar antes de reconocerlo.
Evolución de la sinceridad
Desde su dimensión histórica y social, la sinceridad es un asunto complejo. Según el sociólogo alemán Norbert Elias, el proceso de civilización de la cultura occidental fue construyendo un filtro social, que poco a poco se apartó de la casi absoluta permisividad existente durante la Edad Media, cuando cualquiera podía pedorrearse, gritar insultos y eructar sin pena ni castigo.
En lugar de la libertad de manejar el cuerpo y las palabras a su antojo, se impuso un comportamiento más severo en cuanto a la consideración y el buen trato. De esta forma, y a lo largo de siglos de inculcación de las normas de urbanidad, la sinceridad pasó a ser considerada relevante. Con ello, mejoramos en el trato, pero perdimos en honestidad.
Junto a dicha urbanidad, y tomando en cuenta nuevos matices, se ha venido fortaleciendo, debido al impacto de las redes sociales, la práctica de hablar sin miramientos, al punto que se ha vuelto muy popular y se ha prestado para todo tipo de abusos. La costumbre, generalmente auspiciada por un anonimato cobarde, complica la discusión sobre el valor de decir lo que se piensa o no.
Fuera de las redes sociales siempre, y como resistencia a la represión de los buenos modales, la gente se las ha arreglado para decir en voz alta y delante de otras personas lo que piensa: entre colegas, amistades o familiares.
Los mecanismos usados son básicamente dos, el primero de ellos, muy satanizado, es el chisme. El segundo, bien visto, pero mal administrado cuando tenemos la desgracia de que nuestro mal juicio nos aconseja confiar en quien no debemos: la confidencia.
Ni el chisme ni la confidencia son, en sí mismos, amenazas al vínculo social. El chisme, cuya función es divulgar una mentira sobre alguien aunque le ocasione daño, es condenable. Pero el chisme inofensivo, por trivial, da consistencia a nuestros vínculos, según algunas lecturas psicoanalíticas. La confidencia, sobre todo asociada a rupturas de secretos que mantienen relaciones violentas, suele ser, también, liberadora.
Fomentar la crítica
Macron rompió un pacto tácito que ciertos sectores de nuestras sociedades aún estiman; por eso, se le condena. Pero Macron también metaforiza la liberación de una represión que, al mismo tiempo que nos hace mejores como sociedad, limita nuestra libertad individual: hablar según nos plazca.
Sería imprudente asegurar que todo el mundo debería poder decir lo que quiera, como quiera y a quienes quiera, pues nadie desea ver con un parlante a una persona llena de odio, destructiva y soez.
Nos hace falta entereza para decir lo que pensamos, en aras de fomentar la crítica como mecanismo para construir mejor nuestra realidad nacional y nuestros vínculos personales.
Como sociedad, tenemos pendiente un equilibrio que incluya considerar las diferentes poblaciones que nos integran —marcadas por su nivel educativo, su condición económica y su lugar de residencia— y sus modos distintos de vivir la civilización, desde las más llanas para hablar hasta las que se pretenden muy sofisticadas, incluidos el chata y el pipi.
Debemos reflexionar sobre nuestra cultura hipócrita —con su consabido puñal por la espalda o serrucho—, la propagación de bullys o matones que andan por ahí dándoselas de honestos para maltratar a personas o descalificar iniciativas, y el castigo o ninguneo a las personas que con juicio científico y racional dan su opinión dentro de las instituciones y empresas privadas.
Debemos sopesar también el daño que produce el mandato de callar actos de corrupción institucionales o la violencia intrafamiliar y el terror que está produciendo la cultura de la cancelación que se aplica, cada vez más, contra quienes dicen lo que piensan en ciertas materias, cuya consecuencia es silenciar el principio fundamental de la libre opinión.
Partiendo de que lo haríamos solo para honrar la verdad y no para perjudicar a nadie, la discusión sobre la significancia de manifestar lo que verdaderamente pensamos sería más sencilla si el miedo a la sanción no estuviera como una enorme hacha sobre nuestras existencias; si, tras hacer un autoexamen, pudiéramos tomar elecciones personales sin que por ello perdiéramos el trabajo, el amor o la vida.
La autora es catedrática de la UCR.