El bicho se asomó por las rejillas. Parecía más bien una silueta, algo impreciso. Lo vio uno de los carajetes. Estábamos sin nada que hacer, hechos una pereza. De pronto se le ocurrió a alguien lanzarle una rama y el garrobo salió corriendo hacia la calle. Entonces, saltó un resorte en la imaginación. Otro de los chicos corrió detrás, lo siguió el de camisa blanca y luego otro, hasta que el primero o el segundo en llegar le dio una patada y entre todos lo acorralaron.
Alguien le arrojó una piedrecilla. Cayó otra piedra y varias patadas. Los garrobos nunca gritan y el de la historia quedó inmóvil sin poder lamentarse. Un gato habría chillado antes de agonizar a golpes. Otro chico elevó esa cosa muerta con un puntapié como si fuera una bola y empezó la mejenga.
Recordé esta vil anécdota de mi niñez observando cierto fenómeno en Facebook que parece obedecer a la misma lógica. A veces sucede esto: alguien escribe unas líneas casi sin importancia, pero agresivas, sobre otra persona: lo dice a la ligera, quizás bromea, sin cuestionarse si lo anotado es falso o verdadero, si es un insulto o comparación insultante; de inmediato se le va sumando una cohorte de comentadores habituales que extreman lo dicho por el “guía” de opinión, el cual encendió el fulminante —como en las balas— e hizo el primer disparo; lo dicho sigue un crescendo de comentarios, se refuerza con palabras o imágenes más fuertes, se comparte por todas partes, hasta que se agota por aburrimiento o porque aparece otro tema.
Legitimación. Este formato se repite en las redes sociales cuando surgen liderazgos de opinión “legitimados” cada vez que el “líder” anota un texto o pega un meme en el muro. De la misma forma que durante el juego con el garrobo, las andanadas van aumentando en cadena con arreglo a una secuencia cada vez más despiadada y sin ningún freno. Esto último es importante. Cuando flaquean los factores inhibitorios, la agresión crece. A fin de cuentas se afirma cualquier cosa sin tapujos, sin sordina y con violencia.
Los emisores de los mensajes parecen no darse cuenta de que las palabras tienen efectos emocionales, morales y legales, que demonizan a las personas objeto del ataque y que con ello motivan agresiones reales más allá de la virtualidad de la red social.
Para ordenar las ideas y llegar al asunto que me interesa, centrémonos en esta experiencia en Facebook. La primera afirmación inscrita en el muro es una banderilla contra alguien, sin más; este texto activa la atención de los “amigos” habituales del autor y, como detonante, inflama la pólvora, la cual inicia un reguero de fuego acelerando la violencia de un discurso que puede acabar con el homicidio simbólico del agredido, después de degradarlo a puntapiés textuales.
El crescendo de diatribas y acusaciones va relajando las reservas morales, debilita los inhibidores que nos salvan de la debacle y la brutalidad se vuelve normal. Ya entonces todo parece trivial, como el cadáver del garrobo.
Turba. El punto culminante de este proceso de exacerbación es el comportamiento de turba, en donde el individuo responde al vaivén del grupo aflojando los lazos de autocontrol y con pérdida de empatía y juicio independiente. Para agravar las cosas, los miembros de la turba se sienten impunes. El líder ha sentado un modelo de comportamiento: ¿Por qué no imitarlo? La lógica del contagio echa a andar.
Quisiera llamar la atención sobre un fenómeno actual. A gran escala, reencontramos esa misma lógica del juego del fútbol con el garrobo y de la maledicencia creciente en Internet. Desde luego, esta es solo una parte de las hechos inéditos de los cuales somos testigos y partícipes en los tiempos que corren. También en Costa Rica.
Sin esperarlo, años atrás se produjeron detonantes y comenzó una sucesión de episodios que de otra forma habríamos considerado irreales y más bien propios de novelas distópicas, como si Trump o Bolsonaro fueran personajes de ciencia ficción. Y si retrocedemos un poco en el tiempo, recordaremos la pesadilla del Estado Islámico.
Los episodios se repiten en oleajes: a quien estorba se mata a la luz pública, sin pudor, como al periodista saudita en el Consulado en Estambul, o se le amenaza de muchas formas posibles. Así de simple.
En un viejo libro de ensayos, comentando la novela y la película Naranja mecánica, acudí al término política ficción. Siguiendo esa misma línea imaginé después a un escritor que concebía una loca historia futurista llamada Trumpfiction. Hoy se nos revela, ya casi sin sorpresa, que las ficciones sobre países inexistentes pueden ser reales; es decir, los delirios de la realidad han dejado atrás la imaginación literaria.
Realidad. ¿A quién se le habría ocurrido que el Reino Unido querría cortarse los pies saliéndose de la Unión Europea? ¿Quién habría pensado que un personaje fuera de toda regla previsible como Trump se encargaría de empujar hacia el ocaso al mayor imperio de los tiempos modernos? ¿Quién con un poco de humanidad en el pecho habría anticipado que hoy tengan éxito los discursos políticos contra los derechos humanos y contra las instituciones internacionales encargadas de resguardarlos?
Los impulsos más innobles del ser humano se han salido del corral, a la vez que declinan los inhibidores morales y psicológicos. Tal como el exabrupto de cualquier personaje en FB provoca una oleada de insultos en espiral ascendente, así también algunos sujetos con poder y ciertos aglutinados sociales van convirtiendo en moneda corriente sus diatribas contra los inmigrantes pobres, contra los homosexuales o los negros, contra el trabajo académico, contra los indígenas que reivindican tierras ancestrales, es decir, contra todo lo que les parezca diferente. El ataque no omite despreciar la investigación sobre el cambio climático.
Nadie sabe por qué el mundo se parece a un manicomio político. Acudo a ese estereotipo bastante tosco, preservando la dignidad humana de los alienados mentales porque el manicomio figura la pesadilla de un lugar en donde todo es posible. Pero ahora resulta que todo es posible en el mundo fuera del manicomio.
La metáfora acierta con una salvedad: los locos no incitan al odio, no predican la misoginia ni el ataque a las minorías y a los inmigrantes, no son racistas. Los locos no son malvados.
Quiero proponer varias hipótesis. Con la caída de la URSS, frente a lo que predijo el filósofo Fukuyama muy a la ligera, no murieron las ideologías, sino que nacieron y renacieron muchas ideologías, y la geopolítica pasó del trance bipolar a un estado parecido al juego de potencias previo a la Primera Guerra Mundial: el equilibrio inestable entre muchas fuerzas grandes y pequeñas que se reedita en nuestros días. Algunas de esas ideologías son religiosas.
Recuerdo el título de una revista monográfica francesa, hace varias décadas: Retour du sacré (El retorno de lo sagrado). La religión ha vuelto a caminar con pasos de animal grande, tanto en el Oriente Próximo como en el occidente cristiano. El Estado Islámico, al consagrar el crimen con el aura religiosa, amplió los márgenes de lo posible, aunque lo posible es horrendo: todo se dice, se ostenta, se pone en práctica: el crimen, el racismo, la liquidación de la ley internacional, el odio como principio de acción política, o la falta de empatía sin más vuelta de hoja; todo es posible, mintiendo públicamente, sin metáfora. El diablo anda suelto y con franquicia por todas partes. Lo horrendo ha dejado de parecerlo en la vida real y no es posible redimirlo como en la obra de arte (para evocar a Aristóteles).
Es muy fácil apropiarse de la palabra divina para justificar cualquier cosa. Peor aún: no es válido el dicho de Raskólnikov: si Dios no existiera, todo estaría permitido. Más bien se recurre a Dios para que todo esté permitido.
El ser humano es egoísta y vive lleno de miedos. Por eso es fácil jugar con sus fantaseos. Cuando da tumbos la economía (que involucra siempre a toda la población), cuando la riqueza mundial se ha concentrado de forma apocalíptica y se desborda el mundo de pobreza, los miedos adquieren más fuerza y con ello se les abren las puertas al poder de los demagogos y a las opciones religiosas.
LEA MÁS: Las cartas de Obama y las fantasías de Trump
Esta malversación del miedo y de los sentimientos de lo sagrado nos lleva hoy a concluir, como dice el autor francés Vincent Delecroix que le retour du sacré en politique, c’est la mort de la démocratie (“el retorno de lo sagrado en política es la muerte de la democracia”).
Todo es posible. Mala suerte. El mundo distorsionado no es un juego con el cadáver del garrobo; tampoco es la turba en Internet, sino algo mayor, gigantesco, monstruoso, que eriza la piel y funciona con la misma lógica. Somos manada en tropel, con modelos de comportamiento poderosísimos, trotando hacia el abismo. Solo menciono la destrucción ecológica —responsabilidad de esos mismos modelos— porque también ahí se han desbocado los jinetes del mal.
En este manicomio necesitamos camisas de fuerza, pero ¿quién se encargará de ponérnosla?
El autor es filósofo.