Lo que quería el negro era obvio. Lo insinúa el merengue dominicano con mucha gracia. Lo que quiere el chino es menos claro, pero también es posible averiguarlo. China está invirtiendo millones de dólares en El Salvador y en Panamá. ¿Por qué lo hace si ambos países tienen una historia reciente de desestabilización y crisis? Ya llegaremos a eso.
China tiene dos objetivos. El primero es desplazar totalmente a Taiwán. Aplastarlo. Convertirlo en una especie de apestado diplomático y causar su aislamiento, pese a ser hoy una exitosa democracia del primer mundo con 21 millones de habitantes y un envidiable desarrollo tecnológico.
El segundo objetivo es acreditarse como la primera potencia comercial y financiera del planeta.
Es importante desenredar la madeja para entendernos.
La isla de Taiwán dejó de ser parte de China de 1895 a 1945. Japón la había invadido y se apoderó de ella. Después de la Segunda Guerra Mundial, los japoneses se marcharon y Taiwán volvió a ser un mínimo segmento de China (36.000 kilómetros cuadrados perdidos en más de 9 millones y medio que posee China continental).
En 1948, tras la derrota de Chiang Kai-shek a manos de Mao, todo dio un vuelco. El generalísimo perdedor, su gobierno y otros dos millones de personas se refugiaron en Taiwán controlando a sangre y fuego a las autoridades locales. Desde ese año, el mundo vivió la fantasía de que Taiwán era el representante de China continental, hasta que en 1971 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) expulsó a la Isla y reconoció a China. Estados Unidos se opuso, pero sin fanatismo. Se opuso con la boca chiquita.
Lucha por el reconocimiento. En 1972, Nixon visitó a Mao de la mano de Henry Kissinger. Deseaba explorar la brecha antisoviética. En el 76, murió Mao. En el 79, Jimmy Carter reconoció a China continental y rompió con Taiwán. China se encontraba entonces bajo el liderazgo del reformista Deng Xiaoping, padre del “milagro” económico que comenzaba.
Desde 1971, Taiwán intenta reemplazar el reconocimiento colectivo de la ONU con el reconocimiento selectivo de países que estén dispuestos a intercambiar embajadores. No obstante, cada día son menos los Estados que se atreven a desafiar a China continental, y los que lo hacen son pocos (menos de 20), escasamente importantes, y Taiwán los subvenciona generosamente.
Han roto con Taiwán, solo en los últimos meses: República Dominicana, Panamá y El Salvador. En América permanecen fieles, al menos por ahora: Paraguay, Guatemala, Honduras, Belice y, curiosamente, Nicaragua.
Empecinada. China, mientras tanto, se niega rotundamente a admitir que exista un Taiwán independiente. Para Pekín, China solo hay una. Taiwán debe volver al redil como en 1999 lo hicieron Hong Kong y Macao. Dos segmentos autónomos que mantienen sus modelos económicos parcialmente diferentes al de la China actual. Ya se sabe la fórmula: un país y dos sistemas.
Incluso, fueron los magníficos ejemplos de Taiwán, Hong Kong y Macao los que persuadieron a Deng Xiaoping de que no importaba el color del gato, si era capaz de cazar ratones. Desde entonces, los chinos quemaron El libro rojo de Mao, lo sustituyeron por los papeles de los Chicago boys y le hicieron un corte de mangas al marxismo-leninismo mientras repetían, como un mantra, “enriquecerse es glorioso”.
¿Qué quieren los chinos en Centroamérica? China tiene una visión a largo plazo. Desea crear un gigantesco hub, en el golfo de Fonseca, en El Salvador, para exhibir sus infinitas mercaderías y conectarlo con un tren rápido a Panamá a través de Honduras, Nicaragua y Costa Rica para exportar a los países del Atlántico o a la costa este de Estados Unidos.
Es el mismo esquema que China posee en Europa por medio de Serbia en los Balcanes (con el añadido de que los serbios tienen en Kosovo un problema parecido a Taiwán con relación a China), más el puerto El Pireo, en Grecia, desde el cual piensan inundar de productos chinos a los países europeos.
¿Cuál es el problema? Que China no tiene el menor interés en la libertad, la democracia o el respeto por los derechos humanos. China es una autocracia de partido único, lo que se convierte en un incentivo para nuestros bribones latinoamericanos. Es una colaboración sin “Lista Clinton” ni “ley Kingpin”. Sin Oficina de Control de Activos Extranjeros ni Administración para el Control de Drogas (OFAC y DEA, respectivamente, por sus siglas en inglés) que persigan a los narcotraficantes, a los blanqueadores de capitales, ni procesos de certificación que obligue a los gobiernos a comportarse honorablemente.
Es el sueño sin tribunales internacionales y sin la Convención de Palermo que asusta a los Maduro, a las FARC, a los Evos, a los Raúles Castro y a tantos pícaros y delincuentes.
Es Odebrecht multiplicado por 100. Un planeta donde ondee la bandera pirata de la carabela y las tibias cruzadas. China es la gloria.
[©FIRMAS PRESS]
Carlos Alberto Montaner es periodista y escritor. Su libro más reciente es una revisión de “Las raíces torcidas de América Latina”, publicada por Planeta y accesible en papel o digital por Amazon.