El reciente incidente entre Rusia y Ucrania en el mar de Azov, en torno al libre pasaje por el estrecho de Kerch, remite al análisis de las difíciles relaciones entre Rusia y las potencias occidentales.
Más allá de la discusión de la legalidad de las reclamaciones sobre el tránsito en esas aguas, la confrontación puso en evidencia las intenciones de dominio rusas sobre su vecindario cercano y trajo de nuevo al debate mundial el retorno de Moscú como potencia, después de la humillación sufrida por la desintegración del imperio soviético, el avance de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Unión Europea en Europa central y del este.
Desde las invasiones mongolas y las incursiones de Napoleón y Hitler, el imperio ruso siempre ha padecido del síndrome de la fortaleza asediada, ante la ausencia de barreras naturales de protección, y ha recurrido reiteradamente al expansionismo como mecanismo preventivo.
La guerra con Georgia en el 2008, la anexión de Crimea en el 2014, la continuada presencia de tropas rusas camufladas en el este de Ucrania (Donetsk) son un síntoma del esfuerzo ruso por recuperar posiciones perdidas en el Cáucaso del sur y asegurar una nueva presencia en el mar Negro.
El retorno ruso es parte de lo que Henry Kissinger llama la redefinición del orden mundial, acentuado por la hostilidad de Trump hacia el orden liberal internacional. Sin embargo, lo más llamativo del affaire ruso-ucraniano está constituido por lo que el exsecretario de Estado ha llamado la redefinición de los órdenes regionales en varias partes del mundo (Oriente Próximo, mar Negro, Asia central, mar del Sur de China).
El exministro de Relaciones Exteriores de Francia Dominique de Villepin ha caracterizado la nueva arquitectura mundial por su pérdida de centralidad, la debilidad de los Estados nacionales que genera Estados fallidos, pero también la consolidación de imperios, siendo este el rostro de la multipolaridad.
Mundo multipolar. El retorno ruso sobre el espacio postsoviético, con ambiciones globales, augura un mundo multipolar político, con unipolaridad militar norteamericana y tripolaridad económica (EE. UU., China y tal vez la Unión Europea).
La fluida situación en Turquía y el involucramiento de Putin en Siria son parte del regreso ruso. Los estrechos del Bósforo y los Dardanelos (Turquía) adquieren de nuevo un valor para los designios estratégicos del Kremlin, el viejo sueño del acceso a los mares cálidos se vuelve realidad con la base de Tartús, en Siria, y la estrecha alianza con el dictador sirio y sus amigos iraníes.
Las maniobras militares de la OTAN en Noruega son un indicador del regreso a las tensiones de la época de la Guerra Fría, lo mismo que los ejercicios bélicos rusos con China en el Extremo Oriente.
El incidente en el estrecho de Kerch revela la voluntad del poder ruso en su esfera de influencia, y tal como lo ha señalado Anne Applebaum confirma el modus operandi de Putin: “Dé unos pasos hacia adelante; espere por una reacción. Si esta no se da, vaya más lejos. Si ocurre, espere que las emociones se calmen, y luego muévase más hacia adelante. Este incidente puede que termine o no aquí, pero debe considerarse como una advertencia: si no logramos una estrategia más amplia para terminar con esta guerra, este será el patrón para los próximos años”.
La invasión de Crimea refleja el impulso preventivo ruso ante su percepción de la amenaza enemiga a las puertas, pero también pone a prueba a las potencias occidentales frente a una agresión a la integridad territorial de un Estado. Cierto es que existen sanciones que han hecho daño a la economía rusa y puesto en cuestionamiento su doctrina soberanista, pero estos disuasivos no impresionan al audaz Putin.
El soberanismo va más allá de legitimar al Estado ruso frente a influencias externas y dar fervor nacionalista a su ciudadanía, todavía deprimida por el trauma de la derrota en la Guerra Fría y entusiasmada con un jefe guerrero que devuelve el honor perdido a un viejo imperio.
La justificación rusa, acudiendo a la teoría de las zonas de influencia, más se parece a la doctrina Bréznev de la soberanía limitada, aplicada en Checoslovaquia en 1968, y guarda grandes similitudes con la doctrina Monroe de los EE. UU. en el hemisferio occidental.
Sin complejos del poder. Tatiana Kastoueva, investigadora del Instituto Francés de Relaciones Internacionales, resume la actitud rusa como “un ejercicio sin complejos del poder”. El Kremlin sabe que ningún Estado querrá exponerse por defender la libertad de navegación en Azov. Occidente no irá más allá de declaraciones formales, particularmente los europeos, cuya relación energética con Moscú lleva a la cautela.
El dominio ruso del mar de Azov pone a Ucrania en una situación difícil, pues puertos importantes por donde exporta trigo y acero quedan bajo el potencial control moscovita. Además, las fuerzas separatistas prorrusas completarían su dominio de una extensa faja de territorio del este al sur del país.
Para Kiev, la dura actitud rusa solo puede ser enfrentada con apoyo internacional, pero no pueden esperar más que solidaridad política, económica y alguna asistencia en equipo militar.
Ucrania no puede darse el lujo de una guerra y Rusia lo pensará dos veces antes de invadir ese país, cuya densidad demográfica y el nacionalismo auguran altos costos políticos y militares. Derrotar al Ejército de Kiev no sería un gran obstáculo, pero ocupar un país grande es otra cosa, particularmente en el oeste ucraniano.
En lo inmediato, el primer ministro Petró Poroshenko obtiene algunos beneficios, frente a las elecciones de marzo puede presentarse como defensor de la nación ante el enemigo externo, posición que comparte con Putin, quien también puede sacar provecho de sus éxitos guerreros en el plano doméstico.
El enfrentamiento ha subido de temperatura y se extiende incluso al plano religioso. En octubre, el primer ministro ucraniano anunció que la Iglesia ortodoxa de su país será independiente del patriarcado de Moscú.
Cerrar el mar de Azov a la libre navegación atenta contra viejos principios de derecho internacional (mare liberum) y asfixia a los puertos ucranianos ribereños, causando grandes pérdidas económicas.
Es poco probable que la OTAN o los EE. UU. intervengan directamente en este conflicto. Sin embargo, las consecuencias políticas han sido evidentes, el desigual enfrentamiento de buques de guerra rusos con guardacostas ucranianos generó que Trump cancelara un encuentro formal con Putin y exigiera la liberación de los marinos detenidos.
El suceso en el estrecho de Kerch ha tensado aún más las relaciones entre los EE. UU. y Rusia, en momentos cuando el ocupante de la Casa Blanca se encuentra asediado por las investigaciones del fiscal Robert Mueller en torno a la posible injerencia rusa en las elecciones del 2016. Toda vacilación de Donald Trump será interpretada como signo de complicidad con Moscú.
Dada la parcial convergencia rusa con Turquía (miembro de la OTAN) en torno a Siria, originada en la preocupación de Ankara por el problema kurdo, el avance ruso en el norte del mar Negro anuncia una pulsión hegemónica revisionista que se cierne sobre Rumania y Bulgaria (ambas miembros de la OTAN), pero también sobre Georgia, y amenaza con transformar el mar Negro en un gran lago ruso.
El choque en el estrecho de Kerch agrava el conflicto de baja intensidad en Ucrania, revela nueva agresividad rusa, agudiza tensiones en el espacio postsoviético, agrava la situación en Europa, enciende la confrontación entre superpotencias y pone en peligro la paz del mundo.
El autor es politólogo.