El domingo 3 de diciembre del 2017, miles de personas, convocadas por la Iglesia católica y vestidas con prendas blancas, marcharon en San José por la “vida y la familia”. Detrás de esta consigna, había una clara intención de manifestar la oposición eclesiástica a la igualdad de derechos para las parejas no heterosexuales, al aborto y especialmente a los programas de educación sexual del Ministerio de Educación Pública (MEP).
También la marcha fue una protesta contra la “ideología de género”: un concepto marxista que, en los últimos años, ha sido reciclado por las iglesias cristianas para convertirlo en un instrumento ideológico, con el cual combatir los nuevos derechos reivindicados por las mujeres –en particular por las corrientes feministas– y por las comunidades sexualmente diversas.
Aunque algunos sectores han interpretado la marcha como una iniciativa en contra de los nuevos derechos humanos, en el fondo lo que está en juego es una secular lucha de poder, relacionada con la influencia de la Iglesia católica en el sistema educativo.
Reforma. Después de la independencia (1821), la educación costarricense se mantuvo a cargo de las municipalidades y permaneció fuertemente influenciada por los eclesiásticos. En 1886, los liberales, en el marco de un amplio conjunto de cambios institucionales, llevaron a cabo una profunda reforma educativa, que centralizó el sistema educativo, lo organizó en grados de enseñanza y eliminó la influencia de la Iglesia.
La respuesta eclesiástica fue llamar a los padres de familia para que no enviaran a sus hijos a las escuelas. Aunque la Iglesia no logró quebrar el sistema de enseñanza, sí consiguió que los liberales perdieran las elecciones de 1889. Como resultado de esa derrota, la educación religiosa fue restablecida en las aulas.
A diferencia de los liberales que impulsaron la reforma de 1886, cuya política educativa se dirigía a universalizar la enseñanza primaria de seis grados, quienes llegaron al poder en 1890 con el apoyo de la Iglesia, promovieron un modelo educativo en el que la mayoría de los niños recibían solo dos grados de enseñanza.
De esta manera, con tal de mantener alguna influencia en el sistema educativo, la Iglesia, en un momento decisivo en la historia del país, respaldó a quienes consideraban que la educación debía ser reducida al mínimo.
Liceo. A inicios del siglo XX, al abrir sus puertas el Liceo de Heredia, eclesiásticos aliados con un sector de políticos e intelectuales católicos promovieron el restablecimiento de clases de religión en ese plantel educativo, a lo cual se opuso decididamente su director, el poeta Roberto Brenes Mesén.
El rechazo de Brenes Mesén llevó a una polarización creciente, que se manifestó en la abierta persecución de que fueron víctimas el director, su familia y los profesores del Liceo de Heredia. Tal plantel fue denunciado públicamente en 1907 por enseñar la teoría de la evolución, promover el amor libre y practicar la coeducación (varones y mujeres recibían clases en las mismas aulas).
De manera similar a lo ocurrido a partir de 1886, los eclesiásticos y sus aliados llamaron entonces a los padres de familia a no enviar a sus hijos al colegio, con toda la intención de que la institución colapsara, algo que finalmente no ocurrió.
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“Recatolización”. Si bien desde finales del siglo XIX la Iglesia, así como sus aliados intelectuales y políticos, intentaron derogar las reformas liberales, solo lograron hacerlo parcialmente a inicios de la década de 1940. El presidente Rafael Ángel Calderón Guardia y la jerarquía eclesiástica llegaron a un acuerdo para que el Poder Ejecutivo apoyara la derogatoria de algunas de esas reformas a cambio de que los eclesiásticos respaldaran las nuevas políticas sociales gubernamentales.
Tal negociación posibilitó a la Iglesia reforzar su presencia en el sistema educativo costarricense, que experimentó, a partir de entonces, una verdadera “recatolización”. Este proceso se consolidó después de 1948, a medida que, sobre la base de la lucha contra el comunismo, se establecía una colaboración cada vez más estrecha entre la jerarquía eclesiástica y la dirigencia del Partido Liberación Nacional (PLN).
Pese a conflictos ocasionales, ese entendimiento se mantuvo por más de medio siglo, hasta que fue roto parcialmente en el gobierno de Laura Chinchilla Miranda, cuyo ministro de Educación Pública, el economista Leonardo Garnier Rímolo, logró la aprobación del programa denominado Educación para la Afectividad y la Sexualidad Integral, implementado en el año 2013.
Monopolio. A partir de la década de 1980, la Iglesia empezó a experimentar un decrecimiento en la proporción de personas que se declaraban católicas y, más aún, en la de quienes se definían como practicantes. Además, un porcentaje creciente de padres de familia comenzó a manifestar dudas acerca de la utilidad de la enseñanza religiosa impartida en escuelas y colegios, y aumentó la proporción de niños y jóvenes que no asistían a esas clases.
Por si esto fuera poco, la competencia en el mercado de la fe se intensificó, como resultado de la proliferación de cultos evangélicos que, al rivalizar para ver cuál es el más conservador e intolerante en términos culturales, arrastraron a esa vorágine a la Iglesia católica.
Fue en este contexto tan desfavorable que la aprobación del programa de Educación para la Afectividad y la Sexualidad Integral se constituyó en una verdadera amenaza para la influencia que la Iglesia todavía tiene en el sistema educativo.
Con la implementación de ese programa, se rompió el monopolio que los eclesiásticos tenían sobre esos temas en la educación formal. A la vez, se empezó a proporcionar a los estudiantes criterios científicos en relación con la sexualidad y la afectividad, que podrían llevar a quienes todavía asisten a clases de religión no solo a cuestionar este tipo de enseñanza, sino a abandonarla.
Poder. Hoy, al igual que en 1886, en 1907 y en 1940, a la Iglesia católica lo único que le interesa es defender su posición de poder, aun cuando esa defensa tenga un costo enorme para el país e implique deshumanizar a las feministas y a las comunidades sexualmente diversas, asustar con el fantasma de la ideología de género, atacar la educación y llamar nuevamente a los padres para que no envíen a sus hijos a escuelas y colegios.
Tampoco sorprende que todo esto se esté haciendo en medio de una campaña electoral dominada por una alta incertidumbre, en la que candidatos pusilánimes han demostrado que están dispuestos a todo con tal de arrastrar unas gotas más de agua –aunque no sea cristalina ni potable– a sus desgastados molinos políticos.
Con la marcha por la “vida y la familia”, la Iglesia trata, una vez más, de detener la marcha de la historia, como intentó hacerlo en 1633, cuando se apiadó del anciano Galileo y, con tal de salvar su alma, lo obligó, bajo amenaza de tortura, a abjurar de sus herejías.
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Moral. Aunque a veces pareciera que nada ha cambiado, la Costa Rica actual no es la misma que la de hace un siglo, cuando Brenes Mesén escandalizó a la sociedad costarricense al considerar como un prejuicio “la opinión de que la moral no puede subsistir sin la religión”, ya que podía perfectamente existir “una moral fuera de la religión”. Además, agregó el poeta, “un individuo bien puede perder sus creencias religiosas sin llegar por eso a ser malvado”.
De cara a este desafío, los eclesiásticos y sus aliados recomendaron al “católico pueblo” costarricense echar al fuego las publicaciones –entre otros– de Brenes Mesén, de José María Zeledón y de Joaquín García Monge.
Hoy día, la Iglesia y sus aliados retornan a viejas prácticas, basadas en explotar odios y miedos, y dirigidas a imponer la razón de la fuerza, en un intento más por mantener sus posiciones de poder en el sistema educativo y por enfrentar el imparable avance de la secularización social.
El autor es historiador.