Mi memoria me lleva a mediados de los años ochenta. El Dr. Abel Pacheco, quien después llegaría a ser presidente de la República, acuñó la expresión “la moda furris”, empleada al principio para referirse a tendencias del vestir consideradas carentes de buen gusto. Casi, como se diría con otra expresión muy costarricense, “una polada”.
Muchos de nosotros hemos usado cientos o miles de veces el adjetivo furris en muy diversos ámbitos; tanto es así que algunos recurren a él para describir una crisis: “Está furris”. Y, según el Diccionario usual del Poder Judicial, es sinónimo de peligroso o riesgoso: “Ese es un lugar furris”.
No dudo de que ustedes podrán sumar a mi lista muchas otras circunstancias cotidianas e informales donde furris sea parte de la oración.
Con el surgimiento de la pandemia de la covid-19, la mascarilla facial —lo escribo así a propósito, aunque suene redundante— ha demostrado ser el dispositivo no farmacológico más eficaz para reducir contagios del mortal virus, especialmente, si quien la lleva es la persona infectada.
Pero, oh pequeño detalle: debido a la gran proporción de asintomáticos y sintomáticos leves, nos resulta casi imposible detectar quién está infectado; de ahí que la recomendación de ponerse la mascarilla sea masiva.
Soy defensor a ultranza de la mascarilla en todos los ambientes donde se viole la distancia y la ventilación sea inadecuada, esto es, especialmente, en espacios cerrados como almacenes, aulas, oficinas, bares, restaurantes y algunos otros más.
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Pero es que no solo se trata de usarla, sino de hacerlo correctamente. La utilización correcta significa colocarla donde corresponde en las áreas de la cara. Por eso, comúnmente se traduce mascarilla facial (face mask en inglés).
Este dispositivo —idealmente los N95 y KN95, aunque también los de tipo quirúrgico o de tres capas de tela— debe cubrir la nariz, la boca, el mentón y las mejillas, tratando de que la cantidad de aire que se escape por los extremos sea mínima. Así, se consigue filtrar el aire al inhalar y exhalar.
Además, las mascarillas N95 y KN95 deben ser usadas solo durante el tiempo indicado por el fabricante, a menos que, mediante la desinfección viral en seco, se les prolongue la vida, almacenándolas durante 72 horas en bolsas de papel.
Si son quirúrgicas, se recomienda desecharlas una vez cumplido el tiempo de eficacia. Las de tela se pueden lavar al final del día, con suficiente agua y jabón. Es recomendable tener múltiples mascarillas en buen estado.
Pero ¿y qué con el título del artículo? No sé si se han fijado con cuánta frecuencia las personas llevan la mascarilla debajo de la nariz, como un auténtico tapabocas, por eso no me gusta llamarla así.
O debajo del mentón, como si fuera un babero; o en la garganta, como el empaque de la manzana de Adán; o en los codos, como si respiraran por ahí; y de muchas otras maneras. En las últimas semanas, las he visto hasta de aretes.
Para mi gusto, una nueva moda furris. Un esperpento, antítesis del buen gusto y una ofensa a la razón, además del irrespeto y falta de consideración para con los demás.
Quizá por la utilización odiosamente despreocupada —aparte de fea— alguna gente cree que es mejor eliminar del todo el uso de las mascarillas, exigidas para protegerse de patógenos de transmisión aérea.
Es como pretender quitar los lavatorios de los baños, tan necesarios para prevenir los contagios de varias enfermedades diarreicas y respiratorias, con el argumento de que de por sí algunas personas no se lavan las manos bien o del todo no lo hacen.
Las mascarillas, insisto, son el dispositivo no farmacológico más eficaz para la reducción de los contagios del virus que produce la covid-19; no son un adorno.
No importa si se trata de N95, KN95, médicas o de tela: si se utilizan incorrectamente, de nada sirven, excepto para hacer gala de descuido de sí mismos y de los demás, y ¿por qué no?, de escasa inteligencia y exceso de mal gusto.
El autor es epidemiólogo y profesor de la Maestría en Epidemiología en la Universidad Nacional.