Los precios de las medicinas en Costa Rica son exorbitantes. En las últimas semanas, el problema fue expuesto a la opinión pública gracias a un artículo de Fernando Zumbado que revelaba diferencias hasta de 20 veces en los precios de algunas medicinas entre España y nuestro país, y a una investigación que llevó a cabo el equipo del diputado Pedro Muñoz, expuesta por el Dr. Mario Sánchez Gómez en una entrevista radiofónica reciente.
No se han hecho esperar los llamados a regular los precios de las medicinas. Algunos, estoy seguro, bienintencionados, pretenden de esa manera reducir precios y eliminar la disparidad entre farmacias. Otros, con ocultas motivaciones disfrazadas de buenas intenciones, no pretenden otra cosa que cambiar para que nada cambie. Es decir, regular para preservar el statu quo y resguardar los intereses de quién sabe quién.
La regulación de precios nunca ha funcionado, en ningún momento de la historia y en ningún lugar del planeta. A corto plazo —el que interesa a los políticos oportunistas y populistas para demostrar su defensa de los intereses del pueblo— es posible observar algunas disminuciones de precios o al menos su estabilización. Pero eso no es más que el efecto temporal e insostenible de la coerción estatal.
A la larga, los precios controlados disuaden a productores o importadores de seguir ofreciendo el producto o servicio, lo cual causa escasez en el mercado y fomenta la aparición de mercados negros, con todos los riesgos que ello conlleva: productos de dudosa calidad y origen, uso de la violencia para controlar el negocio, mordidas, corrupción y un largo y desagradable etcétera. Debemos, además, preguntarnos a quién le sirve una medicina barata que no se consigue.
Comprobado. Venezuela ha experimentado ampliamente con los controles de precios, y hasta sin papel higiénico se quedó, para no hablar de la crisis humanitaria generada por la carencia de fármacos e implementos esenciales para la atención médica de la población.
Hasta Nicolás Maduro —el Forrest Gump de los presidentes latinoamericanos, aunque sin el encanto— lo ha entendido al reconocer en el IV Congreso Ideológico del Partido Socialista Unido de Venezuela el fracaso del modelo económico seguido por su gobierno y el de su mentor y antecesor, el comandante Hugo Chávez Frías.
Regular los precios de venta al público no mejorará la situación en Costa Rica porque no ataca la raíz del problema. Como en muchos otros sectores de la economía nacional, el mercado de las medicinas tiene regulaciones que facilitan el encarecimiento de los productos al crear barreras de entrada y otorgar poder monopólico a los oferentes establecidos, en detrimento de potenciales nuevos entrantes y, más importante aún, del consumidor.
Las barreras legales impiden el desarrollo de una vigorosa competencia que redundaría en precios más bajos. Es necesario primero entender la cadena de producción, importación y distribución para que la acción regulatoria pueda producir una verdadera disminución de precios. Todo empieza por definir correctamente el objetivo de la política pública.
Se habla de las diferencias de precios entre una farmacia y otra como si fuera algo malo. La libertad para fijar precios fomenta la diversidad en la oferta, al permitir que farmacias sencillas y básicas compitan con otras que brindan servicios más completos (toma de presión, aplicación de vacunas y otros inyectables, etc.).
Problema de fondo. Sobre gustos y colores no han escrito los autores. Al enfatizar las diferencias de precios, se piensa necesaria una regulación para uniformarlos. Ese, sin embargo, no es el problema de fondo, sino el elevado nivel de precios que pagamos los costarricenses. Imaginen qué belleza si nos llegan a uniformar los precios del Crestor en dos veces y media lo que paga un madrileño. Se me subiría el colesterol del colerón y encima tendría que salir corriendo a comprar un antiácido.
He dado mucho rodeo para afirmar lo que debería ser obvio: si se va a adoptar una política pública, su objetivo debería ser bajar el costo de los medicamentos para el consumidor costarricense, sin sacrificar su salud y su seguridad.
Cuando se regulan los precios de productos importados, como la mayoría de los medicamentos, debe dejarse por fuera el primero —y más importante— eslabón de la cadena: el de la producción, pues el Estado costarricense carece de jurisdicción allá donde se manufacturan dichos bienes. No puede el Estado coaccionar a las multinacionales farmacéuticas a vender en Costa Rica, y, por ende, no puede establecerles precios máximos: el laboratorio puede, simplemente, escoger dejar de vendernos; el nuestro de por sí es un mercado pequeño.
Si dejamos por fuera ese primer eslabón, la regulación de precios más bien se torna enemiga de los bajos precios. Asumamos que al importador/distribuidor mayorista se le imponga un margen máximo de utilidad que le puede agregar al producto nacionalizado. Se le crea entonces un incentivo para pactar con su proveedor (el laboratorio) precios más altos: es más jugosa la ganancia del 30 % sobre ¢15.000 que sobre ¢10.000.
Aquí es donde entran en juego las barreras de entrada creadas por la vía normativa. Si el importador tiene exclusividad, puede darse el lujo de importar a un precio mayor porque la elasticidad-precio en el consumo de medicamentos recetados por el doctor es relativamente baja. Por ello, hay que atacar los esquemas de exclusividad.
Incentivo al contrabando. En Costa Rica, cada marca de automóviles es distribuida por un solo importador; en cualquier ciudad pequeña de Estados Unidos — yo viví siete años en una de menos de 100.000 habitantes— hay dos, tres o cuatros dealers de una misma marca. Algo similar sucede con las medicinas.
Según el Dr. Sánchez, las regulaciones agravan esta situación. Independientemente de la relación contractual entre laboratorio e importador, el Ministerio de Salud otorga el registro de cada medicamento a un solo proveedor, al que reconoce como único titular del registro sanitario.
El efecto de dicho tecnicismo es prohibir que otros potenciales importadores puedan traer al país el mismo producto desde países donde su costo es menor; en la actualidad, esta práctica de importación paralela es considerada contrabando. En otras palabras, la regulación cierra las puertas a la sana competencia y atenta contra los precios bajos.
La industria farmacéutica presenta altos niveles de concentración. Los elevados costos de investigación y de cumplimiento normativo hacen que existan relativamente pocos laboratorios, mientras, las economías de escala fomentan la concentración en la comercialización al detalle de las medicinas. Aun así, puede existir una competencia fuerte en un mercado con pocos oferentes —veamos el caso de las telefónicas en nuestro país— siempre y cuando no existan barreras legales de entrada en las diferentes etapas de la cadena de comercialización.
Así como las nuevas tecnologías — biomedicina, inmunoterapia, genoterapia, etc.— representan una bienvenida amenaza al predominio de las grandes farmacéuticas, las economías de escala en la etapa de comercialización pueden resultar en precios menores, siempre y cuando exista la amenaza permanente de nuevos competidores.
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Resulta imprescindible impedir los contratos de exclusividad, tanto en la importación como en la distribución y el menudeo, permitir la importación paralela, agilizar la homologación de registros y, en términos generales, facilitar y promover la competencia en toda la cadena de comercialización de los medicamentos.
Optar por regular precios es atacar los síntomas en vez de las causas. Es como aplicar un ungüento tópico en la horrible pelota que esconde un enorme tumor interno. Es hacer cambios cosméticos para preservar el modelo de favorecimiento a los intereses comerciales de unos pocos. Por arreglos como este es que nuestro país es tan caro.
El autor es economista.