El alzhéimer tocó las puertas de mi casa. Mi padre, uno de los hombres que por su aguda inteligencia, acendrado carácter y conquistas profesionales aprendí a admirar con especial devoción, empezó a padecerlo recientemente.
En palabras de la Dra. Zoe Lewis, experta en la materia, pese a que se libra una batalla mundial contra la enfermedad, las causas no están del todo claras. La edad avanzada es el principal factor de riesgo conocido y, por la experiencia familiar, creo que la genética debe desempeñar algún papel en el asunto, pues su madre, antes de morir de cáncer, mostraba signos del padecimiento.
El primer síntoma que detectamos en mi papá fue la alteración de su memoria a corto plazo, lagunas mentales sobre lo que había ejecutado momentos antes, desorientaciones en lugares familiares o acerca de cosas cotidianas y olvidos de lo que hacía y cuándo lo hacía.
Todo fue inicialmente leve pero progresivo, hasta que alcanzó aspectos esenciales de su capacidad intelectual, como pérdida de la habilidad para una comunicación coherente y el extravío de la memoria procedimental, o sea, la que se asocia a tareas antes realizadas con facilidad, como por ejemplo atar un nudo o tragar con facilidad.
También, perdió la memoria semántica, como lo es saber para qué sirve un cubierto, una llave o, lo que para nosotros es más duro, la noción de la identidad propia y la de sus seres queridos.
Sin embargo, a raíz de esa experiencia con mi padre, llegué a la conclusión de que el alzhéimer no es una discapacidad del alma y, menos aún, del espíritu. ¡Qué misterio insondable!, pues mi papá da muestras de conservar intactas las capacidades de una conciencia afectiva, como si la enfermedad se rindiera frustrada por no poder vencer una realidad, la del alma y el espíritu, que es más potente que ella.
Lazo filial
Al visitarlo, no sabe que es su hijo quien lo acompaña, pero su corazón sí. De hecho, al verme, sus manifestaciones de gozo son inmediatas, traducidas en sonrisas y abrazos propios de un amor que el mal no puede tocar. Para él, el lejano recuerdo del amor de sus padres es un regocijo porque, pese a sus quebrantos intelectuales, tiende a evocarlos de cuando en cuando.
A lo largo de sus más de cincuenta años de ejercicio profesional, mi padre hizo el bien a miles, y aunque le es imposible comprender las capacidades físicas e intelectuales que poseyó, el alzhéimer potenció en él otras aptitudes, como las artísticas, más propias del espíritu y que ahora expresa más.
Sus afanes por cantar y escuchar música se acrecentaron, así como contemplar la naturaleza en interminables caminatas vespertinas. Se embelesa escuchando armonías de los músicos de su generación, replicando a voz en cuello las letras de canciones que conserva, ya no en su deteriorado intelecto, sino en el fondo de su alma.
Lo he visto derramar lágrimas de emoción ante las sublimes “El día que me quieras”, de Gardel, o “Solamente una vez”, de Agustín Lara. Mi experiencia con mi papá me hace coincidir con la Dra. Lewis, quien afirma que “si algo conservan los pacientes de alzhéimer es su habilidad para expresarse artísticamente hasta las últimas etapas de la enfermedad”.
El alzhéimer causa momentos de zozobra, pero una melodía armoniosa o una caminata en algún sendero con flores, plantas y árboles suele aquietar sus afanes. Son igualmente sensibles a los efectos de una oración o al tacto cariñoso y suave de un beso y un abrazo, sin necesidad de usar palabras, que casi siempre están de más.
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Deleite por la vida
Para quienes padecen la enfermedad de Alzheimer, el contacto con un ser querido es un bálsamo y un consuelo cuando su corazón está afligido, porque en ese estado la comunicación más importante no es verbal, sino la que se ofrece directamente y sin palabras a la conciencia.
En esencia, si bien no hay duda de que, en el caso de mi padre, se han deteriorado gravemente sus habilidades racionales, en él permanece una inteligencia espiritual que mantiene vivo su deleite ante la vida.
Y es en este hecho —el de la consciencia— en el que me detengo en una reflexión principal. Al fin y al cabo, como sostuvo el Dr. John Searle, experto de la Universidad de California: “El hecho más grande de nuestra existencia, después de la vida, es el misterio de la consciencia”.
Cuando se padece alzhéimer se conserva un tipo diferente de consciencia; si bien es cierto que no es una consciencia intelectualmente lúcida, sí lo es en el plano afectivo. Una clara consciencia respecto de quien nos ama, a quien amamos y una suerte de mayor sensibilidad respecto de todo lo estético en la creación.
Por eso, coincido con el filósofo Bernardo Kastrup, en lo que se refiere al materialismo, que es la ideología de este mundo; un embuste. Para el materialismo, la consciencia simplemente es derivación de configuraciones fortuitas de la realidad física, impulsadas mecánicamente y en donde no somos más que un accidente de las probabilidades, una mera disposición de partículas mantenidas de forma precaria “por el equilibrio termodinámico a través del metabolismo, y cuando uno muere la consciencia y todo lo que significa ser uno —recuerdos, personalidad y experiencias— simplemente se habrán perdido para siempre. Por lo que, para la visión materialista del mundo, no hay espacio para el significado ni para el propósito”.
Por el contrario, coincido con la sentencia que emitió en el 2007, en la revista científica Nature, el Dr. Simón Gröbalcher, investigador del departamento de nanociencia cuántica de la Universidad Técnica de Delft, quien se atrevió a afirmar que “la consciencia no se puede reducir a materia porque, en primer lugar, resulta necesaria para que la propia materia exista, y debe ser ella misma fundamental y no derivada”.
Así, de la experiencia con mi padre, me resulta claro que nuestro cerebro no es una máquina biológica que simplemente procesa información y, a partir de allí, produce consciencia, sino al contrario, es una suerte de radar que capta la sublime realidad universal que nos rodea, y aun cuando esté temporalmente incapacitado en sus facultades plenas, mantiene activa el alma para captar lo esencial de ella.
El autor es abogado constitucionalista.