Estaba frente a la computadora en la oficina de mi casa, redactando un correo, cuando recibí la llamada de un estudiante de la Escuela de Sociología.
Su roommate había dado positivo por covid-19 y en la clínica les dijeron que avisaran a toda persona con la que tuvieron contacto en días previos para que guardáramos cuarentena.
Fue a finales de marzo del 2020, y confieso que albergaba el deseo de que el mito chovinista —el de la excepcionalidad costarricense—, odioso para mí, se hiciera realidad: que fuéramos un caso raro y el virus no cruzara nuestras fronteras.
¿Recuerda usted dónde estaba, con quién y qué hacía?, es la pregunta que suele formularse cuando algún hecho extraordinario ocurre.
Nuestra experiencia sobre la propagación del virus causante de la covid-19 ha sido inaudita. Con él, vinieron el miedo, la incertidumbre, la esperanza en que la ciencia progresara en el conocimiento sobre este y ¡qué lejana se veía entonces la producción de una vacuna!
Lucha contra el mal
La noticia de su arribo nos introdujo en una época excepcionalmente ansiosa en nuestras vidas individuales y colectivas, en la que nos quitábamos los zapatos para entrar en la casa; usábamos guantes, mascarilla y careta al mismo tiempo; y, principalmente las mujeres, se despellejaban las manos lavando cada producto que compraban en el supermercado, y una y otra vez, con un trapo con cloro, restregaban las superficies de la casa. Los juguetes infantiles también eran objeto de minuciosa desinfección.
Los primeros meses fueron una especie de maratón psicológico y comercial: indagamos desesperadamente cuáles mascarillas eran las mejores; de cuál material y anchura debían ser las caretas para que nos protegieran sin nublar la vista; con cuál gradación de alcohol bastaba para que la esterilización de manos fuera eficaz; cuáles eran los productos adecuados para limpiar muebles y pisos y lavar la ropa y los trastos; hacíamos largas filas para comprar ciertos productos y aceptamos que nos vendieran solo dos rociadores de alcohol porque había desabastecimiento.
Todo, debido a un trance de cuidados excesivos que la prudencia nos bien aconsejó ante lo poco que se sabía del SARS-CoV-2.
Contemplamos momentos maravillosos que dieron paso a las manifestaciones más dulces de solidaridad; a los microemprendimientos y sus adorables empaques de papel con el dibujo de nuestro nombre, un corazón y un gracias; a los fundamentales aportes de la universidades públicas, dentro de las cuales químicos, antropólogos, artistas, ingenieros, psicólogos y una larga lista de especialistas —hombres y mujeres— se concentraron en colaborar mano a mano con el personal administrativo y el estudiantado.
Del mismo modo, la covid-19 provocó rabia, y las mentes proclives vieron en todo un motivo para sacar su frustración e inventaron conspiraciones y falsos remedios, incluido el dióxido de cloro.
Hubo descuidos en las megaburbujas y megafiestas, abuso o falta de solidaridad de algunos sectores que ganaron económicamente con la tragedia, desempleo, agravamiento de las desigualdades entre mujeres y hombres, oportunismo de algunos políticos, errores y aciertos del gobierno.
Conciencia de nuestra finitud
En cuarentena, la soledad nos mostró nuestra cara envejeciendo frente al espejo, dejó a la gente más triste que nunca, pero también ofreció un mayor bienestar a quienes se libraron de una mala familia y malos compañeros de trabajo.
Durante esos dos años, hicimos promesas de vernos más, de cumplir aquel proyecto pospuesto durante años y de llevar a cabo todo lo que las medidas sanitarias nos dificultaron. “Cuando todo pase”, era la fórmula que precedía a casi todo comienzo de una conversación.
Los creyentes levantábamos los brazos al cielo para quejarnos por estar viviendo un terror impensable; hubo quienes echaron la culpa al virus por sus frustraciones; se inventaron memes para liberarse con inteligencia de la decepción de que el apocalipsis zombi fuera tan aburrido y tan lejano: la confinación en nuestras casas nos recordó que no éramos Carol ni Daryl, de la serie The Walking Dead, sino simples mortales que engordaban y se aburrían viendo pantallas.
Hoy nos queda la muerte, la supervivencia y los recuerdos; el dolor irreparable de quienes perdieron a alguien; la rehabilitación de quienes se contagiaron.
Algunos nunca cambian
Como pareciera que lo peor ya pasó, ojalá nos quede algún aprendizaje. Aunque tal vez algunos retomen la testarudez de siempre, su fea costumbre de dar el afecto por sentado, descuidar las muestras de cariño y los encuentros con quienes los aman y su incapacidad de acoger las diferencias sin violencia.
Sigmund Freud señaló que la humanidad había recibido tres heridas narcisistas debido a que Copérnico demostró que la tierra depende energéticamente del sol, Darwin nos clasifica como una especie de animal entre otras y el mismo Freud, con sus teorías acerca del papel fundamental que desempeña el inconsciente en nuestra vida, nos hizo cuestionarnos que todo lo hacemos por pura conciencia.
Son golpes al ego que nos han ayudado a avanzar en términos científicos y, un poco también, civilizatorios.
Las pandemias que hemos vivido quizá sean otra herida narcisista, que nos mueva hacia adelante para ser mejores, pero al parecer no será así. Lo más probable es que cierta gente siga actuando sin capacidad reflexiva y que el odio continúe creciendo en ellos.
Ojalá no veamos su gesto dramático en la segunda vuelta mediante un voto que se levanta motivado únicamente por el odio.
La autora es catedrática de la UCR. Siga a Isabel en Facebook.