Por más de 30 años se han aplicado recetas fiscales para tratar de resolver el crónico déficit que aqueja al país y que, frecuentemente, desemboca en episodios críticos. Las pocas reformas tributarias siempre siguen el mismo patrón: empiezan siendo moderadamente ambiciosas, pero en el camino se van colgando todo tipo de intereses de grupos sectarios, que al final las descarrila o las convierte en reformitas simbólicas que apenas dan aire para sobrevivir unos años más, con escuálidos e insostenibles programas de contención de gastos, contraproducentes y carísimos programas de movilidad laboral y deterioro subsecuente en la productividad del sector público. ¿Cómo esperar resultados distintos cuando se hace siempre lo mismo?
Lo insólito ocurrió hace cuatro años, cuando, en el colmo de la imprudencia, el gobierno negó la urgencia de controlar el desequilibrio fiscal y, alegremente, incrementó el presupuesto en un 20 % en un solo año. Cuando hubo de reconocer su error, ya era demasiado tarde. Hace apenas un año, el presidente se rasgó las vestiduras ante la inminente iliquidez financiera, un verdadero acto de impericia que cerró las puertas a toda posibilidad de intercambio de deuda a corto plazo. Pero lejos de sincerarse, optó por ocultar las verdaderas cifras presupuestarias y dejó por fuera más de ¢600.000 millones.
Lo peor fue que, en un acto incomprensible, hizo apología de la austeridad del nuevo presupuesto (desde luego para el siguiente gobierno, el cual probablemente no imaginó que sería de su propio partido). Y, como si esto fuera poco, se hicieron alegres proyecciones de crecimiento económico para el 2018, que ahora dan por resultado errores garrafales en los pronósticos de recaudación, que ameritan ¢300.000 millones adicionales de deuda.
Hacia la debacle. A estas alturas, nadie duda de la urgencia de medidas extremas para detener la debacle hacia la cual nos enrumbamos. Pero de ahí a creer que la ruta es aprobar una nueva reforma tributaria, a la cual ya se le han introducido odiosas excepciones que exacerban los ánimos de los contribuyentes, sin proponer un verdadero plan de austeridad, es impresentable.
Está demostrado que creer en un propósito etéreo de que, una vez aprobada una reforma tributaria el siguiente paso es hacer ajustes sustanciales en los escandalosos privilegios y prebendas, improcedentes en toda la Administración Pública, no es creíble. Los hechos demuestran que no bastan palabras y promesas. Ya se ha faltado a la verdad reiteradamente. Es necesario que el gobierno empiece aportando una prenda para dar fe de que sus verdaderas intenciones es hacer un cambio significativo y sostenible a largo plazo.
Esa prenda debería ser, al menos, decretar el congelamiento inmediato de todos los pluses salariales. Está claro que con eso no se afectan derechos adquiridos, puesto que los obtenidos hasta el momento quedan fijos. Pero de aquí en adelante, todos esos componentes adicionales no corren, ni para los empleados actuales ni para los nuevos.
Los nuevos funcionarios entrarían con el salario base. Los aumentos anuales de los empleados públicos responderían estrictamente a la compensación de la inflación. Cuando las posibilidades fiscales lo permitan se negociará un programa de empleo público, teniendo como base un esquema de salario global o único por categorías para todo el sector público, incluyendo el régimen municipal.
Además, de forma inmediata, debe aplicarse un esquema progresivo de impuestos sobre las pensiones existentes, de modo que se racionalicen sus montos. De inmediato, deben rediseñarse todos los regímenes de pensiones y eliminar los esquemas de reparto.
Otros congelamientos. Se congela el monto del Fondo Especial para la Educación Superior (FEES) en el nivel real actual, con una rebaja progresiva del 10 % anual, a partir del tercer año posterior a la aprobación de esta ley, hasta llegar a un nivel real del 50 %, el cual se destinará, de manera progresiva, exclusivamente al financiamiento de becas para estudiantes que demuestren ser de bajos recursos.
Las becas se otorgarán a los estudiantes, independientemente de la universidad, pública o privada, a la cual se vinculen. Las universidades ajustarán sus esquemas de matrícula hasta lograr el autosostenimiento. El Instituto Nacional de Aprendizaje se financiará con recursos del FEES, bajo el mismo esquema.
Los entes públicos que brinden servicios de cualquier índole, incluyendo las municipalidades, deberán tasarlos al costo real más un plus del 20 %. La aprobación de impuestos o cambios de tasas municipales quedará en cabeza de cada concejo municipal, previa consulta vinculante a los ciudadanos, y para fines específicos bien definidos. Los impuestos tendrán vigencia solo por el período en el cual se ejecute el respectivo plan de gasto o inversión.
Por el lado de los impuestos, se establece un IVA universal del 15 %, excluidas solo las zonas francas y las exportaciones. Se derogan todos los impuestos a las importaciones, y se deja solamente una base fiscal del 5 %, el cual tendrá un esquema de desmantelamiento de medio por ciento anual hasta llevarlo a cero.
Únicamente quedará, como excepción, un impuesto del 35 % a la importación de vehículos automotores de combustión interna. Se mantiene el impuesto a los combustibles convertido en ad valorem, al nivel que tenga a la fecha de entrar en vigor esta reforma. Se derogan todos los demás tributos de consumo, timbres, etc.
Otros cambios. Se crea un impuesto universal, único y general del 25 % sobre la renta neta, sea personal o empresarial. Toda persona física o jurídica que genere ingresos comprobables debe presentar declaración de impuestos. Se hará devolución de gravámenes según el nivel de ingreso global de las personas físicas, incluyendo subsidios familiares a los más pobres.
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En un plazo de cinco años, a razón de un 20 % anual, se eliminará de las planillas los cobros que no correspondan a los regímenes de Enfermedad y Maternidad o a Invalidez, Vejez y Muerte. Los montos correspondientes al IMAS y Asignaciones Familiares se incluirán en el presupuesto nacional, en un solo rubro, de acuerdo con las necesidades de los programas que demuestren ser socialmente rentables y las posibilidades fiscales.
Este esquema es para empezar a mediano plazo una gran reforma del sector público. Implica una simplificación tributaria que permitiría un mejor control de la evasión. Por otra parte, la exclusión de las cargas sociales de las planillas y la eliminación de los impuestos de aduana, para convertir el país en una gran zona libre, promoverían el empleo y la producción, con lo cual se garantizaría un aumento en la recaudación. Sé que es demasiado optimista para ser viable, pero al menos hay que empezar a plantearlo.
El autor es economista.