El miedo, como recurso político, no es novedad para los costarricenses. No hace falta citar a Maquiavelo ni aun antes a Marco Aurelio para explicarlo. Tampoco apoyarse en Tucídides, Aristóteles o Spinoza, quienes también lo reconocieron como factor útil y determinante para gobernantes con pocos escrúpulos y materia obligatoria para todo político ambicioso.
Costa Rica sufrió cercanamente la apelación a ese recurso envilecedor de la política, hace poco más de diez años, en el marco de la consulta popular sobre el Tratado de Libre Comercio entre Centroamérica y Estados Unidos.
Revestido de catastrofismo, el miedo se utilizó para manipular y movilizar masas.
A los trabajadores dependientes de su salario y a los empresarios atados a sus rentas, se les blandió el miedo en las narices, con absoluta irresponsabilidad.
Los jóvenes fueron amenazados con el atraso y la falta de oportunidades.
Los ambientalistas exacerbaron su discurso al anunciar la desprotección de los parques nacionales, los alimentos transgénicos y los agroquímicos incapacitantes.
Los sindicalistas dijeron que el ICE y el INS desaparecerían en el altar de la apertura y la competencia. El agro fue sistemáticamente menospreciado y calumniado.
La soberanía, llevada y traída. Mientras el interés patrio fue cajón de sastre, vendido al mejor postor.
El caso es que, de un lado y de otro, el miedo fue intencionadamente introducido en la discusión, hasta convertirse en el elefante blanco en la sala. Omnipresente, pero disimulado. E incluso altamente calculado –memorándum mediante–.
Ese denominador común “asustante” nos hizo mucho daño entonces, y nos sigue dañando ahora. El país se partió en dos y así se quedó.
El divisionismo se impuso, y, desde ese parteaguas (TLC), nos seguimos minando como sociedad: los unos contra los otros. Incapaces desde aquel día de abonar a los grandes acuerdos nacionales, decantándonos –como país– por el inmediatismo y el cálculo chato de los políticos oportunistas.
Enemigos. Desde aquel oscuro impasse de octubre del 2007, al otro se le viene convirtiendo no solo en el contrincante, sino en el enemigo. Y a todo político, en ese referente negativo; sinónimo de corrupto, vagabundo e improvisador. Cuando en justicia, lo cierto es que el político costarricense, hoy, es una suerte de deportista extremo que se anima a ser el blanco de todos los tiros.
Hemos convertido la política en un oficio de alto riesgo, desde que el único que no sale linchado o debilitado es el que vegeta a su paso por el poder. Siendo el ingenio político más aceptado el de aquel que vuela bajo para no ser detectado por el radar. Jamás el que se compromete, mucho menos el que acomete. En ningún caso el que brilla por enfrentar con hidalguía y raíz de estadista a una opinión pública cada vez más insulsa. Proscritos han quedado aquellos que educan con su discurso y se plantan en los debates, diciendo a la gente lo que tiene que oír y no solo lo que quiere oír. ¿O acaso no es esa la esencia de un verdadero líder político?
Hipocresía. En este país de puntos medios, los mejores navegantes no son los que llevan el barco a buen y lejano puerto, a pesar de las aguas revueltas y el barrial que suponen ciertos muelles donde es difícil, pero a la vez imperativo, atracar.
Más se aprecia a los que no hacen olas. A los que se guardan cualquier viso de sentido crítico y son incapaces de anticipar. Dios guarde discutir. Aquí todos de acuerdo, cooperando y ojalá sonriendo en medio del más generalizado disimulo.
Para los efectos ticos, Napoleón dejó de tener razón cuando pensaba que “nadie es grande impunemente”. Aquí, desde hace tiempo se castiga al revés: elevándose con impunidad al que maneja mejor “las redes” y se mete en menos “problemas” o hace menos “ruido”. Se premia al burócrata o al político que se cuida y no al que nos cuida.
De un tiempo acá, pareciera que las bancarrotas son verdaderas obras de arte de funestos banqueros y comerciantes. Mientras las sentencias exculpatorias vienen siendo la mejor jugada de magistraturas secuestradas por la desvergüenza y el cinismo.
Dejaron de importar hace tiempo los políticos que defienden valores y principios para dar paso a los que defienden cargos y componendas. Sus cargos y sus componendas. ¿Cuáles más? Pero en esta campaña se rompieron los moldes políticos, al menos en eso.
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Pese a que el electorado está siendo “basureado” –en un decir jovial– antidemocráticamente por apostar por el cambio generacional de nuestro sistema político, es lo cierto que los costarricenses se decantaron por los dos comunicadores más claros y comprometidos en torno a sus contrapuestas concepciones de “familia”. Una agenda muy específica, pero que trastocó las fibras más sensibles de esta sociedad de doble moral, gracias a la descortesía y pésimo timing, de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
No se vale acudir otra vez al miedo. Sería mejor exigirles que debatan sobre lo importante y se comprometan, pero en serio. El miedo sale sobrando. ¡Miedo nunca más!
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El autor es abogado.