“Mírenme a los ojos”. En campaña se presentaba como el hombre que, según él, por mantener la mirada fija al dirigirse al electorado no iba a fallar, menos mentir. Pero tal cosa es un mito. Está demostrado que un buen mentiroso puede mirar a los ojos y sostener los mayores engaños, porque esa es su habilidad.
Los asesores se lo recomiendan: hablar fijamente hacia el lente de una cámara, como si fuera un real cara a cara con otra persona, es un truco que da réditos en política.
Esto crea confianza y empatía, y si le añade “vean mis ojos”, el elector se la cree más. Es una técnica en boga entre los populistas, ya que si un político es sincero no requiere remarcar el contacto visual como sinónimo de franqueza.
De hecho, expertos en comunicación no verbal lo advierten: el que miente bien ve fijamente a su interlocutor para comprobar si le está creyendo.
Igual ocurre con el político verbalmente agresivo. El estereotipo lo asocia con la firmeza y, por eso, el candidato de marras evadió con respuestas belicosas cuanta pregunta incómoda le hacía la prensa.
Cayó en la vulgaridad, sobre todo ante periodistas mujeres. Esa violencia verbal con la que se abrieron espacio Trump y Bukele es también sugerencia de los asesores para rehuir las respuestas sinceras de la prensa.
Palabras más, palabras menos, se resume en “salga con una pachotada antes de dar explicaciones, haga show y distraiga al público”.
El plan surte efecto. Algunos pensarán “qué valiente”, cuando es todo lo opuesto. Alguien agresivo verbalmente denota, dentro de ese caparazón, una fuertísima debilidad para controlar emociones (peligroso en un dirigente) e incapacidad de liderazgo, pues ve en la imposición (no en el poder del convencimiento) la forma de hacerse respetar.
Rodolfo Hernández, el político al que me refiero, construyó su campaña en Colombia con el “mírenme a los ojos”. Según él, iba a ser franco, pero cuando le preguntaban sobre casos incómodos, como el escándalo de una supuesta comisión de $2 millones que involucra a su hijo, cortaba al periodista y llegó a decir que no respondía “idioteces”.
Hernández fue un distractor profesional. Sin duda, los colombianos le vieron los ojos, pero le dieron la espalda.
Ingresó a La Nación en 1986. En 1990 pasó a coordinar la sección Nacionales y en 1995 asumió una jefatura de información; desde 2010 es jefe de Redacción. Estudió en la UCR; en la U Latina obtuvo el bachillerato y en la Universidad de Barcelona, España, una maestría en Periodismo.
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