Está de moda en estos tiempos hablar de la gig economy para referirse a actividades en las cuales la gente, por su propia cuenta, trabaja en empresas como Uber, de outsourcing, que consiste en encargar a terceros la producción de bienes o servicios intermedios o de reciclaje para garantizar la salud del planeta.
Nada de eso es nuevo para mí, pues, como les contaré, “¡ya lo sabía!”, igual que en la canción Un telegrama, de la chilena Monna Bell, nombre artístico de Ana Nora Escobar.
Más o menos por esta época veraniega, cuando la población no llegaba todavía al millón, en San Vicente de Moravia, pueblo tranquilo como muchos otros, donde las casas no tenían rejas y no había teléfono en la mayoría de ellas, ni televisión en blanco y negro, el silbido de un amigo llamaba a la acción, que podía consistir en participar en una mejenga que se estaba organizando en la plaza, ir al limpísimo río Virilla a darse un chapuzón o de paseo en el carro de don Fernando (un rato a pie y otro andando) a San Isidro de Coronado o a San Juan de Tibás.
Las pulperías, verdulerías y carnicerías, que se visitaban a diario —pues tampoco teníamos refrigeradoras en las casas—, eran sitios de reunión y de información social. Sin calculadoras electrónicas, ¿cómo hacía la gente sumas, restas y divisiones? Con la cabeza.
Un empleado en bicicleta distribuía los pedidos a las personas que, por alguna razón, no podían hacer las compras directamente en la carnicería. Era una bicicleta con un pequeño cajón delante, sin motor y sin piezas para el cambio de velocidades, lo que obligaba al conductor a utilizar la fuerza de las piernas al subir empinadas cuestas y recurrir a la compresión de nalgas al bajarlas. Sin teléfonos, la logística (lo que se compraba, las fechas y los montos por pagar) debía ser cuidadosamente programada.
Un señor descalzo tenía una rutina clara y, según el día, tocaba a la puerta de una casa u otra para realizar mandados de todo tipo, desde compras en la botica, la ferretería y la librería hasta llevar cartas al correo o entregar una limosna en la casa cural.
No sabía leer, pero desarrolló una memoria increíble. Creo que nunca salió del distrito, y si acaso alguna vez lo hizo fue para las fiestas de fin de año en plaza González Víquez o recibir alegremente al presidente John F. Kennedy cuando visitó Costa Rica.
Un sastre que vivía a unas dos cuadras de mi casa, de día por medio y a veces a diario, pasaba en las noches para entregar en una sastrería famosa en San José, un traje recién terminado. Se sentaba en el último asiento del bus para asegurarse de que el producto final de su trabajo llegara sin arrugas.
Otro sastre tenía la paciencia y habilidad para desarmar los pantalones y los sacos de los gastados trajes de adultos, y, con el material salvado, confeccionaba prendas para los hijos. Las medias se remendaban utilizando como apoyo una semilla de zapote. A los cuellos y puños de las camisas gastadas se les daba vuelta y volvían a la vida durante unos meses o años más.
Ollas, picheles y bacinillas metálicas eran reparados por hojalateros ambulantes. También, había buhoneros, personas de fe judía que en su mayoría habían emigrado de Polonia, y vendían ropa de puerta en puerta, “a pagos de polaco”, que apuntaban en libretas que conservaban los clientes.
Un fornido palero hacía en pocas horas huecos de 2 x 4 x 2 metros, que se utilizaban como basureros en los patios de las casas para productos básicamente orgánicos, porque no había mucha cosa enlatada y tampoco de plástico para guardar ni envolver nada.
En las casas se usaban bolsas de cáñamo, algunas bellamente decoradas, con las palabras Costa Rica muy visibles y a veces con lapas pintadas.
El autor es economista, exministro de Hacienda, expresidente de la Asociación Nacional de Fomento Económico (ANFE). Es catedrático de la Universidad de Costa Rica en las áreas de Economía y Administración y miembro de la Academia de Centroamérica. Se unió a Página quince de La Nación en 1969.