No estamos acostumbrados a relacionar la Navidad con el relato de la pasión de Cristo. Pero en realidad los textos no pueden ser leídos de manera separada. Un relato evoca el otro, existe una relación literaria entre el inicio de los Evangelios y el clímax de su narración. Aún más, existe más vinculación semántica entre los relatos iniciales y la narración de la pasión que entre los primeros y las apariciones pascuales.
Claro está, no podemos hablar de los relatos pascuales como un añadido tardío porque las obras evangélicas han sido pensadas a partir de la confesión de la resurrección. Lo que sí podemos decir, sin embargo, es que los relatos pascuales remiten, necesariamente, al inicio de la narración sobre el nacimiento y origen de Jesús y al final de su vida terrena.
En lenguaje teológico, se diría que la encarnación ha llegado a su plena manifestación en la muerte de cruz, y que la Pascua es la confirmación de esta estrecha relación: el anonadamiento de Dios es la matriz de todo pensamiento cristiano. Por eso, es necesario recalcar que la celebración de la Navidad se entiende solo en vinculación estrecha con la historia que conocemos acerca de Jesús.
La confesión de fe cristiana no es ficticia, ni mucho menos mitológica: es un esfuerzo de intelección religiosa de una experiencia histórica y de unas consecuencias también históricas.
Nuestro interés no es entrar en el debate necio de la verdad o falsedad de determinados discursos religiosos porque no aportan mucho ni al pensamiento crítico, ni a la vida de las personas. Nos concentramos en el mensaje literario que, sin duda alguna, transmite un sentido existencial provocador y novedoso para nuestro tiempo. Claro, habrá quienes lo nieguen, el lector es quien debe juzgar la pertinencia del discurso.
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En busca de respuestas. ¿Por qué el nacimiento de un niño presagia su muerte? Esta parece una pregunta emanada del realismo mágico latinoamericano, pero es tan vieja como la colección de libros del Nuevo Testamento. No hay duda que entre el nacimiento y la muerte de alguien, los seres humanos quisiéramos encontrar un hilo conductor.
A veces es difícil hacerlo, pero hasta los historiadores intentan escudriñar en los elementos primarios de una biografía causas explicativas: origen social, educación, lugares de influencia, personas encontradas y muchas otras cosas más podrían dibujar el “futuro” narrativo-histórico de un personaje. Jesús no es la excepción. Claro, a él se le vincula con Dios en los textos del Nuevo Testamento, pero solo porque su final en la cruz permite hacerlo.
No hablamos, a la manera de Mel Gibson, de la imposibilidad de soportar el sufrimiento mayúsculo de las torturas romanas, infligidas de manera tan cruel que solo un ser divino podría soportarlas para justificar la fe en Jesús. Esta es una solución tan banal como innecesaria, fruto solo de la imaginación pérfida de Hollywood.
Nos referimos a lo que significa hacer una opción de vida. Hace unos años me tocó compartir un espacio de discusión académica con personas que estudiaban el Nuevo Testamento, la mayoría de ellas eran ateas (filólogos e historiadores). Uno en particular era algo tosco conmigo, porque yo era creyente. Pero en un momento inesperado para ambos, Jesús nos unió: él me dijo que le impresionaba la profunda fe yahwista de Jesús. Y allí se abrió el camino para la comunicación, porque esa era la misma idea que me daba vueltas en la cabeza desde hacía tiempo.
Sí, a Jesús solo se le entiende como un judío. Y, solo desde esta perspectiva, su vida religiosa radical cobra sentido y ofrece explicaciones plausibles para su terrible final. Ser fiel a Yahweh, al origen del acto creador, a la bondad que emana de este y a la justicia que se desprende de él, chocaba radicalmente con las pretensiones de poder del alto sacerdocio jerosolimitano.
La razón era simple: Dios es el liberador de la opresión, no su causa; no era el definidor de la exclusión, sino su superación; no era el condenador, sino el salvador; no era justificación ideológica del poder, sino el desvelador de sus mecanismos funestos y destructivos. Nada enfurece más al poder que sus trapos sucios (es decir, sus alianzas, sus inconsecuencias, sus incorrecciones y su relativización) sean exhibidos públicamente.
Crítica. El sacerdocio de Jerusalén se sintió criticado y acechado por un predicador que no tenía miedo de decir abiertamente cómo se había corrompido el más sincero fervor religioso. El sacerdocio corrupto ponía un freno a los deseos más fervientes de comunión con Dios, sobre todo de aquellos que eran señalados públicamente como la antítesis de la “pureza” y la “pulcritud”. El poder exige reverencia, lealtad, sumisión, sometimiento e irracionalidad. Jesús no se dejó convencer, porque su origen no se lo permitía. Pero ¿cuál era?
Los evangelistas nos han dado una semblanza muy hermosa, aunque diversa. Mateo nos habla de un niño que tiene que ser salvado de la mano de un tirano, porque en su iracunda locura de poder, decide matar a los niños del pueblo que podría engendrar al mesías, al legítimo sucesor al trono de David. Solo gente extranjera, hombres sabios venidos de lejos, lograron comprender los signos del cielo en torno a su nacimiento.
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José, el esposo de María, va en contra de toda lógica religioso-cultural porque es capaz de leer la realidad desde los sueños que le hablan de Dios. Pero este tipo de elección era peligrosa, implica transformarse en un inmigrante, huir a otra tierra y verse imposibilitado a volver a la propia casa por temor a los arrogantes poderosos que quieren controlarlo todo.
Lucas nos presenta a los padres de Jesús zarandeados por el poder imperial, la pobreza y la simplicidad. Solo los más humildes son capaces de ver en el cielo el anuncio de una vida nueva, y corren los pastores maravillados para ver el prodigio anunciado y que logran tener ante sus ojos: un niño que será el salvador. Los dos ancianos en el templo de Jerusalén, que no contaban nada para el aparato religioso, descubren en el niño la esperanza y la paz.
Marcos y Juan no nos hablan del nacimiento de Jesús, pero ambos señalan que el ámbito divino es el origen de una vida terrena que empieza cercana a la profecía incendiaria de Juan el Bautista, que no tiene miedo de criticar a Herodes Antipas en su incongruencia religiosa y política.
En fin, todos los textos nos hablan de desestructuración del pensamiento, de cercanía a los débiles, de palabras llenas de esperanza, de futuro, de liberación, de derrota de los potentes, de la astucia de Dios frente al complot del poder. Es decir, es un pensamiento nacido desde la experiencia de pérdida o de privación, pero que no se somete al pesimismo, sino que mira al futuro con esperanza porque en la vida de ese pequeño niño que nace se manifiesta el amor del cielo, de Dios. Aunque ese mismo niño terminará siendo una víctima del poder.
El final de la vida de Jesús no era desconocido para los autores y destinatarios de las obras evangélicas. Ellos sabían que había sido condenado, torturado, crucificado y asesinado. Ante la desolación de Jesús, son incapaces de ver la victoria de la mentira de un poder opresor e injusto. Veían más bien la afirmación inequívoca de una fuerza nueva, de una esperanza de transformación. La violencia parecía acallar la voz de los débiles, pero en la soledad del crucificado se verificó la gran convicción de su fe y de su coherencia personal.
Aquel ateo, hombre sabio y bueno, se conmocionaba ante este Jesús. El relato de la pasión le hablaba de una humanidad que no se rendía, que afirmaba la esperanza y que no renegaba del amor que construye la justicia.
Al final, la resolución de aquella vida humana, llena de ternura y de pasión por lo bueno, no podía ser acallada. Por eso, volviendo su mirada hacia atrás, hacia ese momento sin importancia para el mundo del poder, como el nacimiento de otro niño marginal, campesino y pobre de la Galilea, los autores de los Evangelios reconocieron el instante en el que cielo y tierra se encontraron. En efecto, al tercer día, la Pascua…
El autor es franciscano conventual.