La relación de Egipto con la cultura moderna puede verse desde tres ángulos: como egiptomanía, la forma más superficial y, para muchos, divertida, en tanto moda de objetos y signos que crean escenografías imaginarias para proyectar, disfrazados, miedos y deseos contemporáneos (pirámides, momias, maldiciones, esfinges; Hollywood, desde La momia de Boris Karloff y Los diez mandamientos hasta el ciclo de películas de momias con el actor Brendan Fraser, o bien Dioses de Egipto), moda con más de dos siglos de existencia, desde que Napoleón invadiera a Egipto, no solo con un ejército de soldados sino, además, con otro de sabios, para develar el misterio antiguo de la esfinge (empezando por el lenguaje jeroglífico).
Otros ángulos. El segundo ángulo es el de la egiptología, el discurso erudito y científico sobre aquella cultura, que no deja de remozarse una y otra vez y en el que no hay palabras definitivas. Es el menos socorrido por la mayoría, pues requiere estudio y especialización. También debe su desarrollo continuado a Napoleón, pues la empresa del militar culminó con la hazaña histórico-lingüística de J.-F. Champollion al descubrir los secretos ancestrales de los jeroglíficos. Esta perspectiva supone historia, lingüística, arqueología y los pies en la tierra o, mejor, en la arena.
El tercer ángulo es la egiptosofía, y se trata, en cierto sentido, de un mundo intermedio entre los dos anteriores, pues se alimenta tanto de las fantasías y entusiasmos de la egiptomanía, como de la historia y la erudición de la egiptología. Se diferencia de ellas sobre todo por el elemento religioso y visionario que la impulsa, la búsqueda de una supuesta sabiduría primordial que el antiguo Egipto habría poseído. Echa mano de toda una literatura antigua, que va desde el Libro Egipcio de los Muertos hasta el Corpus Hermeticum de Hermes Trismegisto, más una selección de los aportes egiptológicos. Un buen ejemplo es la tradición bisecular de la “masonería egipcia” que va de Cagliostro al Rito de Menfis-Misraim, y que, pese a su “irregularidad” con respecto a la masonería escocesa, resulta tan potente simbólicamente como esta, o más…
Preferencia. En realidad dichos ángulos no suelen darse de forma exclusiva, sino que a veces se unen y luego se separan, retroalimentándose, aunque siempre predomina uno de ellos, según el gusto de cada quien. En mi caso particular, fue la egiptosofía la que se activó primero, gracias a la lectura adolescente de libros como Isis sin velo de Blavatsky o El Egipto secreto de Paul Brunton. El cine y la literatura fueron vehículos de egiptomanía, como en el caso de las películas señaladas, o el gran acervo literario de los dos últimos siglos (relatos de Théophile Gautier, Conan Doyle, Bram Stoker, en el XIX, hasta, en el XX, Blackwood, Lovecraft y Anne Rice, entre muchos). National Geograhic, Jan Assman o Erik Hornung han sido algunas de mis fuentes egiptológicas.
En los últimos años he incursionado en el estudio de los viajeros a Egipto, sobre todo los del siglo XIX y principios del XX, tanto de Europa como de América. A nivel latinoamericano, hay argentinos como Lucio Mansilla y Eduardo Wilde, mexicanos como José López Portillo y Luis Malanco, o uno de los mejores, el “guateparisino” Enrique Gómez Carrillo.
En Costa Rica, en donde ha habido muchos viajeros, pero relativamente pocos relatos de viaje, el único que conozco es el de Guido Sáenz, Egipto con la visión dilatada, una joyita de la literatura viajera nacional, breve y fina, como acuarelas escritas en sucesión, que recientemente releí tras mi propio viaje al país de los faraones.
Por cierto, el libro de Sáenz está compuesto por la suma de lo que originalmente fueron artículos para la “Página 15” de este periódico, solicitados por otro culto Guido, en este caso Fernández, por entonces director de este medio. Luego, fueron reunidos y publicados como libro. Valdría la pena hacer una nueva edición (sin quitar, por favor, los dibujos que hizo el propio autor para ilustrar su relato).
Tercer intento. Tras dos intentos fallidos por visitar aquel país (uno frustrado por un aparatoso atentado terrorista entonces reciente contra turistas y el otro por el estallido de la infructuosa Primavera Árabe), el tercero llegó a buen puerto y fue una buena forma de celebrar mi cumpleaños número sesenta. ¡Es tanto lo que habría que decir de esas casi dos semanas de viaje! De todos los lugares vistos, oídos, olidos y tocados, me quedo con tres: la visita a la zona de la esfinge y las tres pirámides principales, incluida la cámara del rey en el interior de la pirámide de Keops (y en la que pernoctaron, cuando todavía se podía, Napoleón, Blavatsky y Brunton), de los templos, pese a la magnificencia de Luxor y Karnak, me quedo con el de Isis en la isla de File, que, justamente debido a su carácter insular en pleno Nilo, posee un misterio y una finura acuáticas.
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El tercer lugar es Alejandría, joya cultural egipto-greco-romana, destruida por la furia del monoteísmo cristiano entronizado en el siglo IV de nuestra era. Hoy, no hay faro, ni biblioteca, ni Serapión, apenas nostálgicos escombros arqueológicamente dispuestos. Me corrijo: está la nueva biblioteca, impresionante en su modernidad. Siquiera tocar las piedras antiguas, ponerse en la cara su sabio polvo enamorado, su talco de momia, recorrer la colina que pisaron Amonio Sacas, Plotino e Hipatia; escuchar (o inventar) las voces mudas del pasado, ya sea junto a la columna de Pompeyo o en las catacumbas de Kom El Shogafa, descubiertas a fines del siglo antepasado, y donde todavía deambulan, entre penumbras, Anubis, Thot y Serapis…
¡Ah, se me olvidaba! Alejandría también es poesía, es la casa donde vivió Constantino Cavafis, el gran autor egipcio de lengua griega del siglo pasado. Después de Isis y Thot, Cavafis. Sentado en su cama de colcha roja aterciopelada, o acariciando el escritorio en el que escribiera sus versos, de pronto, como traídas por el viento de Hermes/Thot, recuerdo sus palabras trismegistas: “No encontrarás nuevas tierras, no encontrarás otros mares. La ciudad te seguirá. Vagarás por las mismas calles. Y envejecerás en los mismos barrios; y te volverás gris en las mismas casas. Siempre llegarás a esta ciudad”. Sí, ahí estuve, aquí estoy: en Alejandría, la ciudad única, la única ciudad, la de ayer, la de hoy, la de siempre.
El autor es escritor.