La historia de la democracia bien podría resumirse como la historia de la civilidad y la igualdad. La historia de nuestro progresivo reconocimiento como personas, a lo largo de la cual, no sin violentas y dolorosas convulsiones, hemos ido aceptándonos como iguales y, en ese tanto, merecedoras del mismo respeto y consideración.
Desde los primeros ciudadanos de la polis ateniense, que se asumieron como iguales a la hora de resolver los asuntos comunes, hasta nuestro Pacto de Concordia, recién independizados del Reino de España, el anverso de ese reconocimiento han sido sus fronteras, sus “afueras”, sus exclusiones de la comunidad de los libres e iguales, por muy diversas razones, desde económicas hasta de color de piel.
Entre esas “razones” o, mejor dicho, sinrazones, subterfugios para no asumir las consecuencias de la evidente igualdad de nuestra especie, ninguna más resistente, inveterada y universal que la que apeló al género para legitimar la subordinación de las mujeres y los privilegios de los varones.
Tan resistente, que en nuestra longeva democracia todavía están empadronadas para votar en febrero próximo 116.950 mujeres que nacieron en una Costa Rica que aún no les reconocía el derecho al sufragio. Tan resistente que hasta 1986 tuvimos a una mujer en la presidencia de un supremo poder, y solo a una, en toda nuestra historia republicana, en la presidencia de la República, hace poco más de una década.
Organismos electorales
Así ha sido no solo en Costa Rica. Con sus más y sus menos, este sinsentido se ha repetido en las democracias liberales de todo el mundo. Y digo sinsentido no solo, aunque también, porque las mujeres somos la mitad de quienes conforman esas asociaciones políticas llamadas democracias, sino, sobre todo, por el irracional desperdicio de talento, perspectivas y energía vital que ha supuesto este despropósito civilizatorio que hoy llamamos patriarcado.
Particularmente en América Latina, la transición a la democracia tuvo como uno de sus actores protagónicos a los organismos electorales. El modelo uruguayo, de 1924, y el costarricense, de 1949, de autoridades electorales independientes, fue adoptado en toda la región durante la llamada tercera ola democrática, en las últimas dos décadas del siglo XX.
La consolidación de una serie de prácticas comiciales homologadas, así como la cooperación horizontal entre esas autoridades especializadas en la materia electoral, fueron claves para que, al menos hasta la primera década de este siglo, nuestros países vivieran años de una excepcional estabilidad político-democrática.
Paralelamente, la participación política de las mujeres fue aumentando. Para ello, fueron decisivas las acciones afirmativas y su natural evolución desde las cuotas de género hasta la paridad, aprobadas por los parlamentos, pero impulsadas, en muchos casos, como en Costa Rica, por el organismo electoral.
Fue clave, asimismo, la producción de un ingente acervo jurisprudencial que garantizó (nuevamente, como en el caso de Costa Rica) que la legislación no quedara en letra muerta, sino que fecundara la realidad de la dinámica político-partidaria del país.
Conforme avanzábamos en ese camino, que, insisto, no es otro que el de la democracia, porque es el de la igualdad entre los seres humanos, nos percatábamos de la relevancia que adquiría no solo la participación política de las mujeres en la arena partidaria, sino también, claro, en los propios órganos encargados de arbitrar esos procesos.
Sus luchas no han sido muy distintas a las nuestras. Al igual que las mujeres políticas, las mujeres que ocupábamos cargos de autoridad superior en los organismos electorales, especialmente los jurisdiccionales, estábamos llamadas a hacer un aporte diferenciado y enfrentábamos desafíos distintos a los de nuestros pares masculinos.
Primeras mujeres
En Costa Rica, fue hasta el año 1998 que una mujer, Anabelle León Feoli, fue elegida magistrada propietaria del TSE, y recién en el año 2021, esta servidora fue elegida presidenta de nuestro máximo organismo electoral. Este progreso, sostenido y lleno de aprendizajes, ha sido similar en los demás órganos electorales de América Latina. Lo hemos conocido y compartido con nuestras pares en los foros de cooperación horizontal que tenemos las autoridades electorales de la región.
En ese contexto de encuentros de mujeres con cargos de autoridad en los órganos electorales, fue germinando en nosotras el compromiso por unir esfuerzos en favor de los derechos político-electorales de las mujeres, y promover y visibilizar su rol en la esfera pública, especialmente en los sistemas de representación democrática y toma de decisiones. Así surgió la Asociación de Magistradas Electorales de las Américas (AMEA).
En la Declaración de Brasilia del VII Encuentro de Magistradas Electorales Iberoamericanas, Igualdad de Género y Democracia, del año 2016, se propuso crear la Asociación como una entidad no regional, integrada por mujeres que ocupen o hayan ocupado magistraturas o funciones administrativas de máxima dirección en los organismos electorales de las Américas.
La idea es compartir información y experiencias, en un espacio de cooperación técnica y reflexión, orientado a alcanzar la paridad e igualdad de género, imprescindibles en la consolidación de democracias incluyentes. Sus decisiones tienen carácter de recomendación.
Magistradas en Costa Rica
Pues bien, AMEA cada año (desde el 2017 y con excepción del bienio pandémico) celebra su conferencia, que constituye su máxima instancia y espacio de intercambio entre sus integrantes.
En esta ocasión, tendremos nuestra quinta conferencia en Costa Rica, el 5 y 6 de setiembre, en la que tendré el honor, además, de asumir la presidencia de la Asociación, que ya agrupa a 98 integrantes (33 fundadoras, 54 plenas y 11 honorarias) de 19 países de América Latina y el Caribe.
Confío en que serán dos jornadas provechosas, en horas bajas de la democracia en el mundo y de ataque a los organismos electorales en América Latina. Un momento de exacerbada violencia política (particularmente digital) contra las mujeres por razón de género. Contra las mujeres periodistas, políticas y sí, también contra las autoridades y juezas electorales.
Una ocasión más para reiterar lo que las mujeres hemos dejado claro tantas veces en los últimos años: nuestra marcha hacia la plena igualdad es indetenible, porque nuestra causa es la causa de la democracia.
Eugenia Zamora Chavarría, presidenta del Tribunal Supremo de Elecciones (TSE), es la primera mujer en ostentar el cargo. Es licenciada en Derecho por la UCR y máster por la Escuela de Leyes de Harvard. Fue corredactora de los proyectos de ley de la Defensoría de los Habitantes (1985), Igualdad Real de la Mujer (1988) y la Jurisdicción Constitucional (1988).