Al igual que muchos de ustedes, noto un aumento de la bravuconería. En mi caso, que ando a pie, lo veo en las calles, donde más hombres me dicen cosas y más bocinas suenan y motores rugen.
Es como si algún tabú hubiera desaparecido para dar rienda suelta a lo que sea. Hará poco más de dos años, sentada con tres colegas mujeres en un restaurante muy concurrido en San Pedro, se acercó un individuo: “Buenas, damitas, estoy esperando a unos amigos, y me voy a sentar aquí mientras tanto, a refrescarme los ojos con ustedes”. ¿De dónde salió? Nos preguntamos francamente asombradas y molestas.
El escritor irlandés Sheridan Le Fanu, nacido en 1814, decía que “es nuestro deber actuar con presteza cuando nace en nosotros algún buen propósito, ya que existe una clara gravitación hacia el mal que, si no se combate, aniquilará nuestro primer impulso”.
Le Fanu, al igual que la teórica política estadounidense Judith Shklar y la filósofa francesa Simone Weil, se inclinaba por dudar de la bondad humana y señalaba una tendencia a la destructividad.
Esta, presente de diferentes modos a lo largo de la historia, tiene actualmente, y para el caso de nuestro país, manifestaciones específicas sobre las que podemos reflexionar para entendernos y orientar los cambios necesarios.
Un ciclista atropella a una anciana y se va, no sin antes señalar el semáforo que, según su conciencia, lo libera de responsabilidad; un vecino mata a otro a quemarropa; varias asesinadas por sus esposos: una despedazada y refrigerada; otra, a pedradas; una más, decapitada; otra, tirada a una poza llena de cocodrilos; y otra, al parecer, quemada y enterrada.
Notamos un aumento de diferentes agresividades, por ejemplo, la cantidad de mujeres asesinadas duplican su número con respecto al mismo período del año pasado; los mensajes de odio en las redes sociales, en los dos últimos años, se incrementaron un 255%, según un estudio reciente de las Naciones Unidas y la firma COES. Las principales víctimas de ataques son las mujeres y las personas migrantes.
Pero también advertimos un cambio en su carácter, pues la ferocidad crece y se diversifica. Se ha dicho bastante que las causas son numerosas y variadas, pero en esta ocasión, sugiero por lo menos problematizar las posibles asociaciones entre tales manifestaciones violentas y quienes nos gobiernan.
También, cuestionar aquellas explicaciones que quedan en la frontera de la justificación, como las que apuntan a mecanismos primitivos y biológicos, como afirmó una autoridad en psicología un día de estos.
Este tipo de razonamientos se vuelven más infortunados si consideramos las metáforas zoomórficas, acompañadas de onomatopeyas, con las que el presidente de turno nos avergüenza a muchos y aviva a pocos.
Si bien la chabacanería se está volviendo más común y pintoresca en la Asamblea Legislativa, donde se distinguen por su rareza las autoridades sobrias, la mayoría de los malos ejemplos vienen del Ejecutivo.
Su tono es rajón, belicoso, injurioso y ramplón, cuyas palabras más dañinas van dirigidas contra las mujeres y la institucionalidad, con adjetivos como “sicarios” (a los periodistas) o “arpía” (a una diputada).
Su lapsus sobre la existencia de “violencia innecesaria” contra algunas mujeres son invocaciones a la agresividad. Como señaló al presidente Ana Hidalgo Solís, excoordinadora del Área de Violencia de Género del Instituto Nacional de las Mujeres, tratar mal a las diputadas, a la contralora o a la presidenta del TSE estimula la ira social contra todas.
También, afirmar públicamente que Costa Rica es una “dictadura”, traicionando el hecho de que somos una de las democracias más sólidas del mundo, por su trayectoria estable, solidez de sus instituciones, su cultura de paz, su Estado de derecho y su sistema político.
Como señaló el periodista Armando Mayorga, en su columna intitulada “Depreciación de la vida” (5/6/2024), “para mantener y nutrir la paz social, es vital que abramos los ojos, afinemos los oídos y seamos críticos. Quizás no lo captamos en medio del ruido, pero la sociedad costarricense está inmersa en una peligrosa tendencia en la que se afianzan la fiereza verbal y física, el odio y la intolerancia, lo cual redunda en la desvalorización de la vida humana”.
Los actos y las palabras de las personas elegidas por medio del voto popular tienen repercusiones no solamente porque pueden legitimar la ira, sino también porque la estimulan en doble vía: en sus aliados y en sus rivales.
Existen muchos conceptos útiles para este análisis, aunque deben ser tomados con cierta cautela, ya que pueden implicar el error de simplificar la realidad.
Por citar solo tres, tenemos el “deseo mimético”, del antropólogo René Girard, quien plantea que anhelamos aquello que tiene otro visto como significativo, por alguna razón. Este deseo se da mediante el funcionamiento tipo triángulo: quien desea, el modelo y el objeto deseado.
Un elemento central es la rivalidad implícita en este tipo de apetito, que puede desembocar en comportamientos violentos y, en ese escenario, a la constitución de un chivo expiatorio que, en nuestro caso, bien podría ser la institucionalidad democrática.
La teoría de la “identificación”, asociada al campo del psicoanálisis, plantea que existe una identificación con figuras públicas —cuando son vistas como semejantes o admirables— que mueven a la adopción de sus maneras de ser.
La teoría de la “persuasión y el cambio de actitud”, creada, entre otros, por Shelly Chaiken y Alice Eagly, afirma que las figuras públicas tienen el poder de afectar las acciones y actitudes de los demás mediante procesos de persuasión basados en su credibilidad o atracción.
Ellos pueden orientarnos para formular preguntas sobre lo que nos está pasando, ejercicio indispensable como un primer paso para afrontarlo.
Analicemos a qué responde el deseo mimético contemporáneo cuyo fuerte parece ser la destrucción del otro. Fijémonos cómo la exclusión histórica de ciertos grupos, incluidos solo como instrumentos electorales, alimenta dicho deseo y reflexionemos por qué estarán eligiendo como modelo a un personaje lleno de odio e incompetencia para gobernar. Detengámonos a pensar qué es lo que se desea, si acaso el poder de la revancha.
Pensemos cuáles serán las razones para que alguna gente identifique a un Ejecutivo como uno de ellos mismos y busque, como se ve en las redes, imitarlo. Por qué está siendo relativamente sencillo que alguien atraiga con expresiones cliché a un grupo de la ciudadanía.
Cómo ha sido posible que se esté dando este grado de persuasión, de esta figura pública con cierto poder de afectar emocionalmente a unos como para que las actitudes violentas se vuelvan aceptables, son otras interrogantes.
Así, asociada con factores estructurales como la desigualdad social, la falta de oportunidades y la corrupción, además de otros coyunturales como la actitud de arrogancia y el abuso con fondos públicos de cierto funcionariado, que exacerban la sensación de injusticia y resentimiento en la población, cada vez parece tener más peso el papel de determinadas figuras elegidas.
Podemos acabar conformando un círculo vicioso a modo de los personajes del poema épico Las metamorfosis, de Ovidio. Como un Acteón, a quien Artemisa castigó convirtiéndolo en un ciervo acechado y devorado por sus propios perros de caza una y otra vez.
La autora es catedrática de la UCR y está en Twitter y Facebook.