Según es sabido, la dirección general de la enseñanza oficial le corresponde al Consejo Superior de Educación (CSE), por mandato constitucional. Esa norma, de rango superior, es desarrollada por la ley y su reglamento.
Ahí, al Consejo, se le asigna un cúmulo de funciones de diversa trascendencia. No voy a entrar en detalles sobre todas las tareas que le son encomendadas, pues un análisis muy prolijo podría ocultar lo esencial.
El Consejo, al ser un órgano de funcionamiento intermitente —seis sesiones oficiales al mes y varias no remuneradas de comisión—, apenas si da abasto con las tareas que está obligado a cumplir, muchas de ellas menores. Pero no es solo una cuestión de tiempo, sino de competencia para cumplir su cometido.
Mi experiencia, ya sea directa, como integrante del Consejo años atrás, o como observador atento de cuanto ocurre en la educación nacional, me permite señalar que no ha cumplido plenamente sus funciones centrales, no por incapacidad o desidia de quienes lo integran, sino porque la estructura y los medios de que disponen los integrantes son inapropiados.
Si algo resulta revelador de la posición disminuida que el Consejo tiene dentro de la educación nacional, es el lugar que ocupa dentro del organigrama del Ministerio: en vez de figurar en el nivel político, aparece en el último lugar posible, con la categoría de “órgano desconcentrado”… uno más, entre muchos. Por cierto, muy lejos del ministro. Evidentemente, no se comprende el carácter de su función.
Se me dirá, con razón, que a pesar de todo su actividad ha sido fructífera en muchos aspectos y que, a lo largo de los años, ha conocido y aprobado orientaciones y cambios significativos. Sin embargo, de pronto, se hizo evidente que se necesita y se espera mucho más de él, es decir, se le pide lo que no puede dar en las condiciones actuales.
No me cabe duda de que la tragedia vivida en la educación pública en los últimos años, las vacilaciones, los errores —algunos capaces de provocar indignación— y, principalmente, el vacío mostrado en su funcionamiento nos han llevado a un punto crítico: la tarea de transformar el Consejo Superior de Educación para colocarlo a la altura de los tiempos y las necesidades del país es impostergable, y a las personas concernidas no les queda más camino que actuar.
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El cometido fundamental del Consejo se sintetiza muy bien en tres ineludibles tareas, muy bien definidas en el reglamento, en concordancia con la ley: aprobar los planes de desarrollo de la educación nacional, ejercer el control de su calidad y propiciar el desarrollo armónico de la educación y la adaptación constante a las necesidades del país y a los requerimientos de la época.
Las tres funciones señaladas, comenzando por la obligación de aprobar los planes de desarrollo de la educación nacional, quedan mediatizadas por la burocracia institucional.
Ella alimenta con información al Consejo, formula propuestas, pues es la poseedora de la información, y, cuando el liderazgo dentro del Ministerio se debilita, las propuestas burocráticas ocupan todo el espacio disponible, sin garantía alguna de calidad. No ha de extrañar que la autoridad y la iniciativa del Consejo se diluyan.
Y aquí consigno mi primera propuesta: la planificación, es decir, la formulación y aprobación de los grandes planteamientos estratégicos en materia de educación deben ser hechas por el Consejo.
A él, además, debería rendírsele cuentas de los avances y resultados de la planificación formulada en su seno. Para operar el cambio, habría que pensar cuáles de los seis departamentos de la Dirección de Planeamiento institucional quedarían bajo la autoridad del Consejo.
Otro tanto puedo decir del control de calidad. Obviamente, estoy hablando de pruebas, de exámenes, de sistemas capaces de medir el rendimiento escolar.
Las pruebas guardan relación con las capacidades adquiridas por quienes se educan, pero también con la eficiencia del sistema. Según se deriva de las declaraciones de quienes integran el Consejo, los “profesionales” del Ministerio los engañaron: les presentaron unas pruebas e hicieron otras. Si la evaluación dependiera del Consejo, sin la mediación de la burocracia institucional que camina por su cuenta, no habría ocurrido.
Este asunto provoca resistencias, eliminaciones de exámenes, pruebas FARO, curvas elásticas. Como dice Howard Gardner, figura central de la teoría de las inteligencias múltiples, se debe demostrar que los estudiantes están “aprendiendo y comprendiendo”.
Por desgracia, algunos consideran “grosera e inapropiada la exigencia de índices de rendimiento impuestos externamente (accountability)… Pero toda institución educativa debe encarar la posibilidad de no ser eficiente y debe demostrar disposición para reflexionar, evaluar, y cambiar de rumbo tan pronto como resulte necesario”.
Cuando la evaluación se ve sometida a la mediación burocrática, resulta imposible saber, a ciencia cierta, qué se hace en realidad y cómo se hace. Por ello —esta es mi segunda propuesta—, es importantísimo darle al Consejo el control en esta materia. Así, podrá medir el rendimiento del sistema educativo, un sistema cuya meta es enseñar bien al estudiantado para formarlo bien. Para hacer efectivo el cambio, la Dirección de Gestión y Evaluación de Calidad —una entre quince direcciones— debería quedar bajo su autoridad.
Debo destacar algo más. Durante el período en que Eduardo Doryan fue ministro, intentó poner la evaluación bajo la autoridad del Consejo. Según creo recordar, estuvo en contacto con profesionales de la Universidad de Costa Rica y dio los primeros pasos en ese sentido.
Al empezar una nueva administración, quien ocupó el cargo tenía una visión diferente. El ministro, según su criterio, debía tener un amplio campo de acción y las variaciones que se estaban gestando podían disminuir sus competencias.
Este asunto debe analizarse con cuidado, pero sin prejuicios. Para comenzar, debemos tener en cuenta que el ministro preside el Consejo y, normalmente, establece la agenda. No se trata de abrir un foso entre dos órganos fundamentales para la marcha de la educación nacional. Una normativa que propicie la coordinación adecuada entre el ministro y el Consejo resultará productiva.
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Recordemos que, según se espera, quien ocupe el cargo deberá tener capacidad para ejercer liderazgo y, sin duda, lo hará con éxito.
Claro está, una reforma seria del Consejo exige dotarlo de una unidad ejecutiva, profesional y bien articulada, pero, sobre todo, es necesario revisar la integración.
No voy a pronunciarme, por ahora, sobre cuál sería su composición ideal. Debo señalar, eso sí, que las contribuciones de los exministros y la persona nombrada por la Universidad de Costa, según mi experiencia, son, en general, las más enriquecedoras.
Otros integrantes han brindado aportes informados e inteligentes. Desgraciadamente, no parece conveniente para la independencia del órgano que sean subordinados del ministro. Conviene señalar que fue un grave error la reforma legal, relativamente reciente, que prohíbe la reelección de quienes integran el Consejo.
Se les olvidó, a los legisladores, que precisamente la Asamblea Constituyente creó esa institución para darle continuidad a los planes de desarrollo de la educación nacional.
Si el Consejo dispusiera de estos dos motores —control sobre la planificación estratégica y autoridad plena sobre los procesos de evaluación— y pudiera asumir, con el apoyo técnico requerido ambos campos de acción, cumpliría plenamente el tercero de sus cometidos esenciales: propiciar el desarrollo armónico de la educación y la adaptación constante a las necesidades del país y a los requerimientos de la época.
El debate queda abierto. ¿Realizaremos las aspiraciones de los constituyentes? ¿Responderemos con racionalidad al clamor que se levanta para pedir reformas? Espero que sí y que ocurra pronto.
El autor es exministro de Educación.