A la vuelta de cuatro semanas, las nuevas autoridades, unos pocos entre nosotros dispuestos a aceptar tan enorme responsabilidad, jurarán el cargo. Emplearán una fórmula sacramental de vieja data: jurarán por Dios observar la Constitución y defenderla, y cumplir fielmente sus deberes. Simultáneamente, harán una promesa a la patria en el mismo sentido.
El dilema que para los no creyentes plantea el juramento solo puede soslayarse considerándolo asunto de objeción de conciencia que ha de resolverse en el fuero interno de cada uno.
El caso es que de esta sencilla manera quedarán investidos de potestades que invocarán como legítimas, lo que los demás aceptaremos; o, dicho de otro modo, de una legitimación que durante un período improrrogable les permitirá gobernarnos a todos en el nombre de todos, y no solo de quienes los eligieron o los nombraron.
Durante este período, eso sí, son simples depositarios de la autoridad de la que transitoriamente están revestidos, impedidos de arrogarse facultades de su propio peculio y limitados solo a aquellas que les hayan sido legalmente concedidas.
Me gusta pensar que es de esta o parecida manera que podrá describirnos en el futuro lejano aquel que en retrospectiva se fije en nosotros, en lo que éramos y lo que creíamos, con curiosidad y desapasionamiento: los humanos de un tiempo hace siglos o milenios pasado, un grupo reducido que compartía ciertas peculiares convenciones y tradiciones, para entonces exóticas o incomprensibles.
La Constitución es norma, no programa. Pero si cometiera el desliz de entenderla solo como pauta necesaria para la gestión social, hay varios relatos posibles que se siguen de ella.
Uno de esos relatos es el que fija al Estado en sentido amplio, y por consiguiente, al gobierno de la comunidad concebido en cualquiera de sus expresiones, sea nacional o municipal, el deber de procurar el mayor bienestar a todos los habitantes, sin excepción. El bienestar general es la finalidad que justifica la organización política.
El texto dice incluso cómo ha de conseguirse ese estado de gracia: estimulando la producción y el más adecuado reparto de la riqueza. En este relato, el presupuesto de ese deber proactivo es la desigualdad real, en cualquiera de sus manifestaciones; a partir de ella, el cometido es alcanzar la mayor igualdad, la óptima, que sin embargo no cabe confundir con la diversidad.
Carlos Arguedas Ramírez fue asesor de la presidencia (1986-1990), magistrado de la Sala Constitucional (1992-2004), diputado (2014-2018) y presidente de la Comisión de Asuntos de Constitucionalidad de la Asamblea Legislativa (2015-2018). Es consultor de organismos internacionales y socio del bufete DPIlegal.