No sé a ustedes, pero a mí me fascinan las olimpíadas de verano. Cada cuatro años, durante quince días, trato de ver todos los deportes que puedo. Por dicha, hay resúmenes de las competencias en YouTube que puedo ver en las noches; de lo contrario, me habría ido en blanco en el trabajo.
Me impresiona el esfuerzo de los atletas en el canotaje —remar a toda velocidad durante uno o más kilómetros es sobrehumano—, la precisión de los saltos de los clavadistas y de los disparos de los arqueros, que dan en el blanco a 70 metros de distancia, y la belleza (y el peligro) de las rutinas en los aparatos de gimnasia.
Me como las uñas, al borde del infarto continuo, con la natación y los partidos de voleibol. No me explico la velocidad de reacción de los jugadores de pimpón, capaces de responder “rajazos” que vienen a más de 150 kilómetros por hora con tiros colocados. A mí, sí, a mí, un flacuchento, me encanta la halterofilia por la fuerza y la técnica que usan las personas para levantar cientos de kilos. Y, por supuesto, me gusta todo en el atletismo: las carreras de velocidad, las de medio fondo y las de fondo, las que tienen obstáculos y las que no; el martillo, la bala, la extraordinaria plasticidad de la pértiga y sus elevaciones imposibles, el salto alto y el salto de longitud. Me quedo pasmado con los tiros de jabalina, que surcan elegantemente más de ochenta metros, rasgando el aire durante segundos infinitos.
Me quedo corto, pues hay más deportes que tiempo para seguirlos. Tiendo a descartar aquellos que siempre veo, como el fútbol, el básquet o el ciclismo. Confieso que hay varios que no me llaman tanto la atención o no entiendo, como el hockey, el boxeo, la lucha grecorromana o la escalada de pared. Sin embargo, los incluyo dentro de mi fascinación por esta explosión de excelencia y sacrificio que implica la competencia limpia entre atletas al más alto nivel. Me conmueve tanto el fracaso como el triunfo, y pienso, como deportista aficionado que soy, en el honor que significa representar a un país en las olimpíadas.
Solo poner un pie allí, dar la marca olímpica, me parece admirable. Felicito a los atletas ticos que lograron llegar a París 2024. Lástima que fueran tan poquitos, un resultado inevitable de la falta de políticas de Estado en materia deportiva. Pero hoy no quiero terminar con esa mancha, sino con una celebración a lo mejor del espíritu humano.
El autor es sociólogo, director del Programa Estado de la Nación.