En vilo, estaban las almas europeas ante el peligro del avance populista en las elecciones al Parlamento Europeo. De haber alcanzado el amenazante pronóstico de un 35 %, los euroescépticos habrían tenido fuerza para bloquear y extorsionar decisiones, en momentos colmados de incertidumbre. Habría sido lo peor. Pero no pasó. Una ciudadanía identificada con el proyecto europeo puso coto a ese peligro.
Si del desasosiego con la insatisfacción existente el populismo no pudo sacar el millaje esperado, el disgusto no quedó mudo y salió reflejado en las urnas con votos de castigo para los partidos tradicionales. El respiro de alivio duró poco. Los resultados electorales europeos reflejaron la malaise reinante. El pánico saltó de la arena europea a la nacional.
El equilibrio de fuerzas de sistemas de partidos y coaliciones nacionales quedó trastocado. Eso anuncia otro perfil insospechado de impotencia, ya no derivada del temido obstruccionismo populista, sino, más bien, de la dispersión y debilidad de conducción de los soportes políticos del proyecto europeo.
La más golpeada. La amenaza malograda de un frente populista dio paso, sobre todo, en Alemania, a una crisis política imprevista. Su coalición de gobierno quedó insostenible; su liderazgo europeo, debilitado; y su socialdemocracia, abatida. Su gran coalición (GroKo) ya no goza de sostén mayoritario.
La encuesta de tendencias de la ARD sitúa a Los Verdes por encima de cualquiera de los dos partidos que han gobernado juntos Alemania, bajo el liderazgo de Merkel.
La socialdemocracia (SPD) es la gran perdedora. Es la madre de todas las socialdemocracias del mundo y jamás había tenido un nivel tan bajo de apoyo. Los números nunca fueron tan desastrosos, desde 1878, después de que Bismarck unificó Alemania, en el siglo antepasado. En las elecciones al Parlamento Europeo, obtuvo solo un 15,8 % de los votos para caer al 12 %, apenas dos semanas después.
¿Tocó fondo? Hace mucho se dice eso y, mientras tanto, sigue cayendo. Está por debajo no solo de Los Verdes, que cuentan ya con el 26 % de soporte, sino incluso de la AfD, extrema derecha fascista que tiene un 13 %. La amenaza es caer bajo la barrera del 5 %, la mínima para llegar al Bundestag.
Asfixia. El abrazo de oso de la GroKo está asfixiando la socialdemocracia alemana. Debería desprenderse de ese apretón que le quita el aire. Pero eso significaría dar paso a nuevas elecciones, en un momento de tal desorientación que nadie quiere asumir liderazgo. A tal grado de confusión se ha llegado, que se oye como líder hasta Kevin Kühnert, dirigente de las juventudes socialistas (JUSO), de solo 29 años, estudios universitarios interrumpidos, que sueña con el colectivismo estatista y promueve su figura con extremismos alucinantes. Es otro fantasma del pasado.
El populismo de izquierda puede salir de donde menos se espera: de las propias filas de una socialdemocracia que ya no sabe ni dónde tiene la cabeza.
Su caída viene de lejos. Con su victoria de 1998, Gerhard Schröder inició un giro a la derecha que resultó en la renuncia de Oskar Lafontaine, viejo presidente del SPD, quien se rebeló contra lo que calificó de desmantelamiento del Estado social.
Se atribuye a Schröder el inicio de la pérdida de identidad del SPD. En el 2002, anunció la Agenda 2010, reputada como neoliberal, que modificó elementos cruciales de la estructura de protección social, laboral, pensiones y vivienda. Con esa agenda, se inició el malestar con el statu quo. Los que la abrazaron pavimentaron un camino al abismo.
Era Merkel. Ya en el 2005 ningún partido, ni siquiera en coalición con otro pequeño, liberal o verde, tuvo capacidad de formar gobierno de mayoría estable. Pero a esa altura ya no existían distinciones entre los partidos tradicionales. Formar una GroKo no presentó problemas programáticos. Comenzó así la primera GroKo del gobierno de Angela Merkel.
Merkel, hasta entonces desconocida, se apropió inteligentemente de las mejores banderas de los otros partidos, fueran socios o rivales. De la agenda verde, abandonó la energía nuclear; del SPD, asumió el salario mínimo. Así, con todos. Por eso, no es de extrañar que aunque el 70 % del programa de gobierno de Merkel venga de iniciativas del SPD, solo un 16 % del electorado reconoce su paternidad.
El proyecto europeo está urgido de reformas. ¿Con qué fuerza podrá liderar el cambio una Alemania en tal grado de desconcierto? Ningún país está en condiciones de conducir una reforma de fondo, ni de enfrentar una nueva crisis de la zona euro que ya se anuncia con el desafío del populismo italiano a las restricciones fiscales obligatorias.
En Francia, Macron salió fortalecido en Europa, pero perdió frente a Le Pen. El proceso de deterioro catastrófico de los partidos tradicionales, que sale a la luz ahora en Alemania, lleva rato en Francia. Las tradicionales derecha e izquierda galas están desbaratadas. La derecha incluso en proceso de disolverse. Pase lo que pase con el brexit, el Reino Unido ya no cuenta para la Unión Europea.
Retos interminables. El político no es el único flanco abierto. El inventario de ingredientes de desafíos es interminable. No existen respuestas fáciles frente al cambio climático. La nueva Ruta de la Seda china llegó a costas europeas, embobando a países del sur. Putin sigue impune por su expansión en Ucrania. La arrolladora marejada migratoria encara la debilidad de respuestas colectivas. La sombra proteccionista de Trump coarta la libertad del comercio multilateral e intermitentes amagos de guerras comerciales amenazan la estabilidad productiva europea.
Todo eso sin mencionar los perennes pasos en falso de un euro urgido de reformas perentorias y controversiales.
Ese mar agitado reclama liderazgos. Pero si en las elecciones al Parlamento Europeo el euroescepticismo no logró prevalecer, los partidos conductores del proyecto europeo salieron brutalmente debilitados. La Unión Europea quedó políticamente convulsionada, acechada por el pasado y desconcertada por el futuro.
La autora es catedrática de la UNED.