Estamos de plácemes porque también es costarricense la celebración universal del más formidable triunfo humano contra la barbarie. En estas casi exactas mismas fechas, hace 74 años, el 8 de mayo de 1945, el mariscal Wilhelm Keitel refrendó la capitulación incondicional del Tercer Reich. Había llegado, finalmente el día de la victoria. Estas efemérides son ocasión obligada, todos los años, para actos protocolarios y pomposos discursos. No es para menos.
Nadie mejor que Winston Churchill para reseñar la desolación de Europa. Y describía así el averno que dejó la guerra: “Sobre extensos parajes una inmensa y temblorosa masa de seres humanos angustiados y hambrientos escudriñan los oscuros horizontes, entre las ruinas de sus ciudades y hogares, afligidos por la realista perspectiva de tener que enfrentarse a alguna nueva forma de tiranía o de terror”. Esa frase me recuerda con crudeza a mis abuelos. Recuerdo a la nonna contándome la angustia de los bombardeos del puente sobre el río Po, entre Ostiglia y Revere, primero por los aliados, contra el Duce, y luego por los alemanes que escapaban de Italia.
Desde esos abismos, comenzó el resurgimiento de Europa. En medio de los escombros de la más brutal guerra de la especie humana, fue también Churchill el político visionario que mejor señaló el camino de la reconstrucción.
El 19 de setiembre de 1946 y ya fuera del gobierno, Churchill trazó una ruta visionaria para Europa: “Existe, sin embargo, un remedio (a este angustioso predicamento en el que se encontraba Europa, VG) que (…) transformaría por milagro toda la escena (…). Debemos recrear el tejido europeo, (…) edificar una estructura bajo la cual pueda vivir en paz, seguridad y libertad. Debemos construir una especie de Estados Unidos de Europa”.
¡Palabra de Churchill! Inspirado auspicio precursor. Pero la historia suele imprimir de ironía el carácter de grandes políticos. A todas luces, la política no suele ser la más consecuente de las profesiones. Con toda la grandeza de esa visión, Churchill se negó a comprender que el Reino Unido era un componente de ella.
Cuando seis países de Europa comenzaron la desafiante ruta aconsejada por el imaginario del estadista inglés, Churchill se negó a ser parte de ese proyecto. Invitados repetidamente a integrarse, cuatro sucesivos gobiernos británicos se negaron a hacerlo, entre ellos, la segunda administración de un Churchill ya venido a menos.
Francia llegó incluso a enviar un ultimátum a 24 horas de la firma de la Comunidad Económica Europea. En vano. Se sentían demasiado imperio para renunciar a la nostalgia de su alicaída grandeza. No fue sino tras la pérdida de sus colonias y en medio de brutal estancamiento económico que descubrieron, con envidia, el ya entonces reputado milagro económico comunitario.
Crujir de dientes, después, cuando solicitaron su adhesión, amenazados de irrelevancia, en caso de seguir solos. De Gaulle cobró el desplante inicial. Tras dos infructuosas solicitudes de ingreso, el veto francés los mantuvo fuera por 12 años. Con el carácter galo no se juega.
Nostalgia imperial. Con la infeliz consulta popular del 2016, el Reino Unido volvió a ser más parte del problema que de la solución. La crónica dolencia senil de su nostalgia imperial se avivó con el brexit como venganza paradójica de su progreso.
Después de un crecimiento sostenido gracias a 46 años de participación en la Unión Europea (UE), una escasa mayoría impuso salir de la confraternidad de naciones en la que había participado desde 1973 y cuyo mercado único asegura el encadenamiento británico con la producción europea.
Un reciente estudio de la Fundación Bertelsmann muestra el formidable impacto del mercado interior de la UE en su producto interno bruto y en el ingreso per cápita de sus ciudadanos. El mercado interior responde directamente por un aumento de 420.000 millones de euros anuales en el PIB europeo, el 2,5 % de su producción.
Irónicamente, de toda Europa, Londres es la segunda región más beneficiada por su acceso a ese mercado. En el ingreso de cada londinense, 2.700 euros se derivan de la participación británica en la UE, privilegio que podría esfumarse con el brexit.
Asimetrías. En expansión continua desde su fundación, unificada Alemania bajo su signo y convertida en un bloque de 27 miembros, esa confraternidad expansiva de naciones estaba minada por un cuerpo administrativo disfuncional, en lo político, y, en lo económico, por la misma inequidad de oportunidades que amenaza hoy a la globalización.
El mismo estudio que señala el rédito que depara el mercado interno de la UE al producto agregado comunitario, también advierte las asimetrías de la distribución de sus beneficios. Mánchester, por ejemplo, recibe apenas el 21 % de los beneficios londinenses. En cada región, los dividendos derivados del mercado interno están vinculados con el nivel existente de anclaje de la industria, la finanza y los sectores de exportación. Se colige que no es la UE, por sí misma, como entidad política, la que asegura los beneficios económicos, sino las finanzas, el comercio y las industrias exportadoras.
No asombra que el país que más se beneficia es uno que, sin ser de la UE, accede a su mercado. Esa nación es Suiza, por su vínculo, aumenta su renta per cápita en casi 3.600 euros, 50 % más que ninguna otra región de la UE.
En este 2019, el ascenso económico y la consolidación política de la formidable unidad europea parece haber tocado techo. En la hora de las elecciones al Parlamento Europeo, se acumulan sombríos presagios. Al desinterés ciudadano se suman populismos de todo signo y agotamiento de las corrientes fundadoras del proyecto comunitario.
Mientras tanto, sumidos en su propia confusión de prioridades, los partidos británicos tendrán que participar en comicios de una instancia en la cual no quieren tener curules. El día de la victoria lo celebra Europa, este año, en medio de zozobra e incertidumbre. Después de tantas esperanzas, en vez de cantar victoria, Europa enfrenta aciagas efemérides.
La autora es catedrática de la UNED.