El mundo ya estaba enfermo. Las cosas no podían seguir como antes, pero, aun así, seguían. La política internacional topaba con cerca. Nada parecía revertir la profundización de un estancamiento de perspectivas.
Emergencias endémicas abundaban y decaía la credibilidad de los organismos internacionales, con las Naciones Unidas inertes en la carnicería en Oriente Próximo.
La OEA se quedaba en retórica obtusa a la tragedia de Venezuela y Nicaragua. Europa sufría reiteradas penurias en su proyecto comunitario, al tiempo que Estados Unidos contagiaba al mundo de su propia crisis de liderazgo.
Larga era la lista de situaciones caóticas en la fragilidad insostenible del statu quo mundial, antes de la pandemia.
Capeando naufragios, la única forma de política era navegación a la vista, de tormenta en tormenta, sin mapa de ruta ni brújula.
Mantener a duras penas el curso, cada vez al borde del abismo, sin variar las condiciones subyacentes, definía la epicrisis de un crónico estado de desconcierto.
Estábamos mal. Peor aún, sin fuerzas para salir de una espiral de indecisiones. Eran signos generalizados de agotamiento. Las cosas no podían seguir mucho tiempo así. Y llegó la pandemia.
El autócrata y el vaquero. En Rusia, se consolidó Putin. Nadie pudo detener su arrogancia. La prepotencia de su política expansionista se extiende desde el norte de África hasta Venezuela.
Ucrania perdió Crimea y terminó sumida en guerra civil. Las sanciones contra Rusia no hicieron mella y fuerzas separatistas siguen ahí, armadas hasta los dientes por un envalentonado Putin que logró un mandato de tiempo indefinido.
La aventura petrolera de Bush, en Irak, desencajó toda forma de equilibrio en Oriente Próximo, desencadenando guerras civiles alimentadas por competencias geopolíticas interminables.
Es un caos derivado de caprichos políticos de tiempos imperialistas que parecían superados. Nadie ha derivado siquiera ganancias políticas o materiales de intervenciones que se estrellan con irracionalidad incomprensible en el rompecabezas desordenado del mundo musulmán.
Su impacto más evidente es la oleada migratoria más formidable de la historia reciente. Marejadas humanas se agolpan frente a las costas de la Unión Europea.
Los derechos humanos son letra muerta. Los compromisos internacionales suscritos no impiden recibir a balazos esa ola amontonada en campos de concentración o a la deriva en el mar.
La vieja normalidad. La crisis financiera del 2008 convirtió la solidaridad de la Unión Europea (UE) en la tirante tensión que prima entre deudores del sur y acreedores del norte.
La moneda común acentuó asimetrías como camisa de fuerza que impuso austeridad, generó desempleo y contrajo la inversión social. Se abonó una semilla de resentimientos.
Cuando el Reino Unido decidió romper sus lazos, solo seguía el curso lógico de una hermandad venida a menos.
Francia se salvó, in extremis, del populismo. La figura inesperada de Macron rescató la fe en una refundación comunitaria. En vano. Todas las propuestas de los galos se estrellaron contra la barrera teutona.
Jamás la gran acreedora podría hacerse garante de las debilitadas economías mediterráneas. El populismo sigue contaminando las venas de la política europea y el autoritarismo también comienza a echar raíces.
Y llegó Trump a la presidencia de los Estados Unidos, con una siempre subestimada capacidad maligna de contagio irracional. Los entuertos son legión.
Su desquiciado gobierno rompió con las tradiciones de racionalismo estadounidense, muy de derecha, a veces, pero anclado en el respeto a la institucionalidad.
Trump es otra cosa. Animal político improvisado, fundador de sus propias verdades, siembra y cosecha xenofobia, nacionalismo obtuso y desprecio de la realidad. Su primera víctima fue el partido conservador, convertido en acólito de sus caprichos.
Contra toda predicción, Trump sigue prevaleciendo incluso a la constante denuncia de la prensa. La investigación de sus daños y la exposición de sus patrañas ya no funcionan.
Más peligroso que la covid-19. Pareciera haber logrado vacunar a sus seguidores del contagio de la verdad. Con Wall Street gozando de buena salud, su reelección parecía asegurada. La pandemia vino a cambiar eso.
Pero si en Estados Unidos Trump significó un trastorno político grave, ha desestabilizado todos los ámbitos en la arena mundial: en Europa, quebrantó la OTAN; en Siria, reforzó a Putin y Erdogan; en Asia, inició una guerra comercial con China; y entre Palestina e Israel, tiró por la borda toda expectativa de acuerdo. No se le pueden pedir más estragos.
Trump abandonó compromisos cruciales de todo tipo: cambio climático, limitación de armamento nuclear, Unesco, OMS, en plena crisis sanitaria. Ese panorama desolador quedó todavía más desgarrado con la pandemia.
Así estamos. Los impactos de las crisis políticas no resueltas no han terminado de desplegarse cuando los efectos de la pandemia apenas comienzan. Es la antesala de incógnitas inescrutables.
Pero la humanidad, gran superviviente de sus propios desatinos, ha logrado, hasta ahora, progreso material y ético. La UE intenta abandonar su indiferencia y asumir solidaria las condiciones precarias de los países más débiles.
Está por verse hasta dónde lo permitirá su banquero teutón. En Estados Unidos, las preferencias electorales están decantándose por el candidato demócrata y la derrota de Trump podría producir alguna reversión de sus desmanes. ¡Pero, cuidado! Brian Klaas nos advierte que “necesitamos prepararnos ante la posibilidad de que Trump repudie los resultados de las elecciones” (Washington Post, 14/5/2020).
That’s life. C’est la vie. Así es la vida. Ese es el mundo. Eso somos. El destino humano, siempre al filo del desastre.
Sobrevivir ha sido superar un abismo, antes del siguiente. La palabra sostenibilidad nos queda grande. No lo olvidemos. Toda sostenibilidad es necesariamente precaria. Ya el mundo estaba enfermo y llegó la pandemia a despertarnos. ¿Por qué, entonces, seguimos dormidos? Los dinosaurios también se sentían seguros.
La autora es catedrática de la UNED.