Ahora pienso que caminar es mucho más que la acción continua de adelantar un pie y luego el otro, lo mismo que leer es mucho más que pasar la vista por lo escrito o lo impreso, haciéndose cargo de la significación de los caracteres empleados: como lo dice de buena fe y con ingenuidad el diccionario.
Desde hace algunos años camino casi a diario como medio de resistirme al sedentarismo y su progenie de incontables males. Sigo los pasos de tantos que a todas horas pueblan carreteras, calles y caminos, y a los que sin conocerlos miro con una mezcla de fraternidad y respeto.
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Pero caminar significa mucho más que eso. No lo sé por mi propia experiencia, y lamento que así sea, sino por la ajena, con la que varias veces he tropezado, nunca mejor dicho, a lo largo del tiempo.
Arnold Toynbee, el historiador inglés, cuenta que en su juventud recorrió su “amada Grecia”, visitando cuidadosamente los restos de murallas, ciudades y templos de la era grecorromana, midiendo en términos de horas de viaje los territorios de las clásicas ciudades Estado, observando llanuras y montañas, labrantíos y campos de pastoreo, para intentar hallar dónde pudo asentarse el hombre y dónde no.
Esta experiencia, agrega Toynbee, completó sustancialmente su iniciación en las intimidades del mundo grecorromano, y para hacerlo empleó el mejor medio de transporte de que disponía, que eran sus propios pies.
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Caminando, podía seguir auténticamente los pasos de sus admirados personajes griegos de la Antigüedad, que habían gustado, hasta los más eminentes, de andar a pie.
Caminar es también un medio de observar cosas que pasarían por nimias; cosas que, sin embargo, ayudan a percibir las peculiaridades y la diversidad de la cultura.
Joseph Roth observa, a este propósito, en alguna parte de La marcha Radetzky, a uno de sus personajes mientras este se baja del estribo de un tren. El personaje afecta, dice Roth, esos andares elásticos con los que muchos funcionarios austríacos imitaban a su emperador.
Había una manera muy especial, que ya se ha perdido, de apearse de ferrocarriles y de coches, de entrar en restaurantes y edificios, de acercase a familiares y amigos: “Una especie de zancada que tal vez fuera consecuencia de los estrechos pantalones que gastaban los caballeros y de las trabillas de goma con que a muchos de ellos les gustaba sujetarlos a las botas”, termina el novelista.
Más recientemente, Amos Oz, que vivía en Jerusalén, recuerda que en su infancia fue pocas veces a Tel Aviv, donde, a su juicio, la ley de la gravedad era distinta.
En Tel Aviv, narra, se caminaba de otra manera: se saltaba, se flotaba, como un astronauta en la luna. En Jerusalén se caminaba siempre como en un entierro, con extrema cautela: si levantáramos el pie —dice—, sin tantear con cuidado el terreno, si nos precipitáramos, al instante vendría alguien y nos quitaría ese pedazo de suelo. Pero en Tel Aviv, toda la ciudad era un saltamontes.
A resultas de relatos como estos y otros similares, cuando ahora camino, no importa por dónde ni por qué, estoy empeñado en aprender a hacerlo, a fin de recuperar todo el tiempo que he malgastado y perdido.
El autor es exmagistrado.