Se apagaba la luz de la sala y se encendía el entramado de lucecitas construido con delicadeza sobre la cartulina encerada. Era la esquina de la sala más deseada del año, donde se pactaba en creer que allí confluían desiertos de arena, montañas de cartulina, lagos de espejos y vidrios, árboles de ramas, estrellas de metal y escarcha, y por supuesto, pueblos y pesebres de madera y yeso.
Los portales en mi casa los hacía mi papá y antes mi abuelo, con la colaboración de los hijos que querían buscar tablas viejas y pegarlas a cajas, a manera de estructura interna y engomarse los dedos con el almidón caliente del engrudo, coloreado con ocre verde, azul, amarillo y rojo para los forros. Tengo en la punta de la nariz el recuerdo de esos olores como si fuera hoy esta Navidad la suma de todas las navidades. Musgo seco, barbas de viejo, aserrín, piedritas de río, tiempo de secado, relleno de espacios con papel periódico, figuras colocadas en la estratégicamente en la minúscula geografía. Cada momento y parte de la construcción del portal contribuía con la creación de la metáfora, del modelo a escala que daba vida al sueño de mi niñez, como el de tantos niños y niñas de obtener lo que no se tenía, de hacer lo que no se podía, o de ser lo que se deseaba ser.
Simbolismo. El pesebre era un símbolo y sigue siéndolo. No me refiero a su representación de la familia tradicional que por supuesto ha ido cambiando, sino al símbolo del dolor de la migración y la esperanza que conlleva esta búsqueda de una mejor vida. Símbolo que todos los años ponemos en el escenario de la sociedad.
Como la Navidad con su belén, su pasito, o pesebre, tenemos muchas otras conmemoraciones y rituales que, desde el inicio de las culturas, los seres humanos solemos poner en la escena del teatro universal, para que no se nos olvide, para que sean parte de los rituales que nos conforman, nos representan y dan sentido en lo personal y en lo comunitario a las acciones.
La Navidad es una maravillosa escenificación del drama de una mujer que esta a punto de dar a luz durante su desplazamiento en tierra desconocida y sin más ayuda que su pareja y el abrigo que consigue en un pesebre con animales. El niño nace y brilla la estrella en el cielo. Suena la música de la Nochebuena y los villancicos nos recuerdan que somos comunidad y todos vamos juntos, lavanderas, herreros, pastores, campesinos, niños y viejos a saludar al niño en esa tarea de sacar adelante la esperanza. No pueden faltar los tres Reyes Magos con sus regalos y sus exóticos atuendos de navegantes del desierto, acercándose con camellos a la escena principal. Los ricos también necesitan esperanza, como también los magos, los científicos, los artistas. Todos somos personajes de esta obra de teatro llamada Navidad. Y el niño, a veces dormido y a veces despierto, nos habla por igual a todos del futuro, de la inocencia y la verdad cada diciembre en un pacto mágico, teúrgico de renacimiento consciente.
Reedición. No hay que ser católico para sentir los beneficios de este ritual patrimonio sentimental de la humanidad llamado Navidad. A veces simbolizado en un pesebre, a veces en un árbol, a veces en un colacho con renos. Representación que sigue siendo un ritual que saca del inconsciente el poder de renacer y de cambiar y que debería ser parte de los derechos universales culturales de la humanidad. El derecho a sentir la esperanza una vez al año. Un derecho sentimental de comenzar de nuevo, de recordar que se puede renacer con la propia agencia humana. Dejando de ser esclavos de la complacencia, subordinados del consumo y de las tendencias diarias, para recordar que si se puede creer en el cambio por lo menos una noche al año. Recordar que podemos reeditarnos y resetearnos es un derecho patrimonial adquirido con la práctica de los rituales navideños.
La materialización de lo simbólico que ocurre con rituales como el navideño, con su pesebre y su arbolito encendido en alguna esquina de la casa, es una puerta que se abre para que estos bienes inmateriales pasen a activarse en nuestra psiquis y den pie a la realización de la esperanza como sentimiento social.
Cada ritual tiene una razón de ser en este teatro del «anima mundi» en el que vivimos. Más aún en estas fechas del año pandémico del 2020 cuando el deseo del fin de esta época virulenta recorre y une al planeta. Por supuesto que no se trata solo de los deseos infantiles y de las esperanzas ingenuas de quien cree en un niño que salva el mundo, pero sí se trata del derecho a sentirlo, del derecho sentimental a dejar que el niño que llevamos dentro aparezca, nos salve y redima a los que vivimos en este jardín de Midas, creado a imagen y semejanza de los tiempos que corren, donde ya no se puede sentir, tocar y abrazar, porque todo lo hemos convertido en oro, y donde solo podemos permanecer asomados a la ventana de las pantallas.
La autora es filósofa.