Solemos asociar lo nuevo con la alegría y lo repetido con lo aburrido. No hay una razón sólida para esto, pero suele ocurrir. Será porque lo nuevo, aunque resulte malo, ya por el solo hecho de romper la rutina tiene algo de bueno, mientras que lo bueno repetido termina por no parecerlo tanto, y se vuelve aburrido. No oscilamos entre la alegría y el dolor, sino entre el dolor y el hastío, con apenas relámpagos de contento.
Mito, literatura y filosofía. Tenemos en los mitos griegos ejemplos de repeticiones terribles, por ejemplo, la de Sísifo, que sube una y otra vez la roca a lo alto de la montaña, la cual, antes de llegar a la cima, se le escapa y rueda a la base.
De nuevo inicia el ascenso pétreo condenado al fracaso. Hasta el animal en la noria es más exitoso que Sísifo, pues, en su tedioso circular, al menos genera agua para su amo. Mas la roca de Sísifo solo produce pesar, el suyo propio: peso hacia abajo en solitario, peso empujado hacia arriba en vano.
Es así que la repetición vital tiene algo de pesadilla, de laberinto. No en balde muchas de nuestras peores pesadillas se vuelven repetitivas, no cambian de escenario ni de situación, se estancan una y otra vez en su engranaje de terror.
El arte fantástico se ha aprovechado de esto y muchas de sus historias inquietantes trabajan sobre este efecto: el personaje que huye de su adversidad para terminar en el punto de inicio y, como Sísifo, escapar otra vez. ¿No se levanta buena parte de la literatura de Kafka sobre la repetición? ¿Los espejos, laberintos y bibliotecas de Borges no son hijos de la iteración?
La filosofía no ha sido inmune a los encantos siniestros de la repetición y, sin irnos muy lejos, al tiempo cíclico de estoicos e hindúes, podemos pensar en Schopenhauer y Nietzsche con su eterno retorno de lo mismo, base del pesimismo del primero y de la alegría trágica, del segundo. También Freud incorporó la repetición en el psicoanálisis, al vincularla con el instinto de muerte y subrayando su carácter compulsivo en el sujeto neurótico, esclavizado por ella.
Una lectura extraña. Un temor supersticioso rodea a la repetición cuando la descubrimos en la vida cotidiana. Aunque busquemos atribuirla al azar, hay algo en su reaparecer que la liga más bien al destino, a una causalidad metafísica o a lo siniestro.
Hace pocos días, en una tarde solitaria y silenciosa de fin de semana, en que la casa, el barrio y hasta la ciudad parecían haberse detenido en su movimiento habitual, incapaz, por otra parte, de sucumbir a la música, a la televisión y a la Internet (que romperían ese hechizo de quietud), entré en mi biblioteca y comencé a revisar libros, recordando autores y títulos semiolvidados, mientras acariciaba sus lomos cual polvosos gatos de pergamino.
Fue así como llegué a una antología con un cuento del escritor inglés del siglo XIX Edward Bulwer-Lytton, famoso en su momento por novelas históricas y de costumbres, y que, marginalmente, escribió obras de tipo fantástico, como Los últimos días de Pompeya, Zanoni o La raza futura, las que, paradójicamente, con el tiempo, son las que lo han mantenido vigente entre los nuevos lectores.
Viendo la antología, leí su cuento “Monos and Daimonos”, cuyo personaje quiere vivir, infructuosamente, en soledad y silencio, y ni yéndose a una isla solitaria lo logra, pues siempre lo acompaña la sombra, el doble o el fantasma.
En la lectura, descubrí una nueva palabra, el sustantivo behemot, que designa toda criatura o cosa de tamaño o fuerza sin igual, traducida a veces como monstruo. También denomina a un demonio medieval. Su origen es hebreo y aparece en el libro de Job para aludir a una bestia tremenda, junto con el Leviatán (esta sí más conocida, en parte por la obra de Hobbes). No se sabe bien el animal aludido en origen, y suelen mencionarse el hipopótamo, el rinoceronte y el elefante.
Poe y Blavatsky. Finalizada la lectura del cuento, y debido a un comentario del antólogo sobre la admiración de Edgar Allan Poe por Bulwer-Lytton, seguí con uno de sus relatos en que se mostraría tal influencia: “Silencio”. No había avanzado mucho cuando apareció la nueva palabra recién adquirida, behemot, asociada en su caso con el hipopótamo. Aparte de la temática común, solo por esa palabra tan singular, de uso raro y culto, uno pensaría en una posible relación entre Poe y Bulwer-Lytton.
Terminado ese segundo cuento, vi sobre el escritorio un libro recién comprado, la última reunión de los cuentos sobrenaturales de Helena Blavatsky quien, aparte de doctrina teosófica, escribió buenos relatos fantásticos. Ya conocía algunos traducidos al español, pero ahora los tenía en una nueva edición en inglés.
El último cuento del libro, “La guarida de la bruja”, me resultó desconocido. Comencé a leerlo y me di cuenta de que tan solo era un fragmento de su excelente libro de viajes Por las cuevas y selvas del Indostán. No había avanzado muchos párrafos cuando apareció de nuevo behemot, esta vez relacionado con el elefante.
No pude evitar una cierta inquietud supersticiosa al respecto, algo de escalofrío lingüístico, al ver cómo, en menos de hora y media, en tres cuentos sucesivos de autores distintos, la nueva palabra reaparecía con sonoridad diabólica.
Acabada la lectura, miré a mi alrededor con extraña aprensión, como si algo enorme, monstruoso e invisible me acechara en medio del crepúsculo silencioso.
Behemot, me repetí, behemot. Lo hice con sigilo mientras me alejaba de mi biblioteca y salía a la luz menguante de la calle.
El autor es escritor.