A Gilberto Hernández le debemos ser el cronista musical de una época en que la historia sentimental del costarricense parecía de todos.
Un tiempo en que los boleros se escuchaban en una radio democrática, porque todos la oíamos en alguna de sus estaciones.
No había que ser bohemio ni asiduo a los salones de baile para conocer sus bolerazos, sus poemas pasionales hechos desde el sentir de la gente.
Los escuchábamos en la casa, en las reuniones de amigos, en las cantinas, en los autobuses y en los trenes que servían de escenografía a la realidad de muchos que vivían en camas separadas por el bien de los hijos, porque no era bien visto el divorcio o porque la sociedad veía el matrimonio de una manera diferente a la actual.
Quienes renunciaban a sus amores porque era lo mejor para los dos. De muchos que se cansaban del maltrato y el abuso emocional y ponían un punto final o sacaban la tarjeta roja a sus relaciones.
De muchos que veraneaban en Puntarenas acicalándose para el baile nocturno en Los Baños. No se llamaba música de plancha a la que se escuchaba mientras se planchaba; no porque ahora los tejidos de la ropa prácticamente no se planchan, sino porque la plancha era una herramienta tan necesaria como ahora el coffee maker, desconocido entonces en la mayoría de los hogares.
Historias cotidianas. Las canciones que se escuchaban en esos años, además de configurar ideológicamente nuestros gustos y deseos, como siempre ocurre con las canciones, eran piezas que duraban mucho más tiempo siendo oídas.
Éxitos de años que nos ponían a vibrar en un ejercicio de confrontación e identificación de la historia contada con la propia. Una historia de todos fue la carrera de Gilberto Hernández. También lo fueron sus principales temas, como Porque te quiero tanto me voy, Tarjeta roja, Si me faltaras y Recordando a mi puerto.
Canciones para hombres y mujeres trabajadores que encontraron en la música un cauce para sus amores y desamores. Una época en que la sublimación de los deseos era mucho mayor a lo que hoy se transmite en el mercado de la música.
Canciones del sufrimiento, del amor imposible, del despecho, del adiós canalla, de los besos sin amor y el amor sin besos.
Voz inolvidable la de Gilberto Hernández, cantante que debería ser honrado como se merece. Como voz del alma popular costarricense de una época en que los corazones se alineaban más a lo propio, a lo marcado por el ritmo del salón del pueblo, de la cantina de la esquina, de la vida de los parroquianos, que esperaban los domingos por un poco de absolución de lo vivido y un poco de alivio y olvido de lo no vivido.
Convergencia. Iglesia y cantina eran los puntos cardinales de esta cartografía de los sentimientos costarricenses del siglo XX. Un punto del mapa cantaba bellas canciones a la fe y a Dios, y el otro, intensas canciones a las pasiones humanas.
Íbamos a los dos lugares porque nuestras vidas se desarrollaban en esos dos lugares de los sentimientos, como en el resto de Latinoamérica. Espíritu y carne. Quién que vivió esos años no recuerda este fragmento: “Llevo el corazón alegre, no importa que esté llorando, déjame, yo soy así. Quisiera verte otra vez, mas tus ojos me hacen daño, y porque te quiero tanto prefiero decirte adiós. Pero estarás siempre conmigo y no dejaré que te apartes de mí, perdóname, porque te quiero tanto es que prefiero decirte adiós”.
Honrar a los cantantes que fueron testigos de otras épocas es hacer cultura, como también lo es el reconocer que la música popular es el cardiograma de un país. Al escucharnos, como al leernos, creamos identidad y somos red de sentires que de nuevo se activan.
No me refiero solamente a la parte afectiva, sino también a las epistémica y cognitiva. Por eso es tan crucial en este momento global proteger el registro de estas voces porque con ellas estamos protegiendo nuestras voces, las actuales y las futuras.
Si se pierde la Tarjeta roja de Gilberto Hernández, todos perdemos esa tarjeta, ese escenario maravilloso que solo la música puede guardar en los recuerdos de un pueblo.
Viaje al ayer. Oír a Gilberto Hernández es oír siempre al pasado, porque la crónica sentimental de los años siempre es una cuenta regresiva.
Amamos lo que sentimos porque ya no está el sentimiento, y queremos con la música volver a sentirlo. Aquel momento de totalidad que siempre es transitorio queda grabado de manera indeleble en el corazón-cerebro para resurgir cuando escuchamos de nuevo la canción.
Las canciones, la música, son de los últimos recuerdos que nos quitarán la vejez y el olvido.
Dejo aquí mi tributo personal a quienes conformaron mi crónica sentimental costarricense de aquellos años, y que, por supuesto, incluye también las canciones de Memo Neyra, Los Álamos, Los Hicsos y el grupo Vía Libre, entre muchos otros.
Un tributo que todos los costarricenses deberíamos hacer a los artistas que construyen su carrera en el país, a pesar de lo precario de ser artista en Costa Rica y de todas las limitaciones que la vida de los cantantes pueda llegar a tener en un pueblo con tan poca ayuda para recordar y reconocer por parte del Ministerio de Cultura y Juventud y de la educación en general.
La autora es filósofa.