¿Es insólito que un hombre del oficio jurídico, oficio tan severo y recatado, hilvane una breve amistad de circunstancias con una rutilante estrella de la canción?
Un hombre, además, un poco provinciano, y un artista refinado a su manera, es decir, ducho y mundano.
Ya había escrito, por entonces, las dos canciones que saturaron de humo y de sueños a millones de latinoamericanos: El reloj y La barca. Era el alma del trío Los Tres Caballeros, cuyas voces y guitarras poblaban la radio de la época y se asomaban a una incipiente televisión.
Conocí a Cantoral en Buenos Aires, a principios de los años ochenta. Llegó en compañía de un grupo de abogados mexicanos a un congreso dedicado a la propiedad intelectual. Noche tras noche, el pequeño grupo —con un costarricense añadido— se congració del vino generoso y el asado argentinos.
Semanas después me envió una colección de sus discos, que llegaron sanos y salvos a San José, pero se perdieron en la aduana. Cantoral se perdió también. Como era de prever, no volví a saber de él.
El mito. Escuché alguna vez que El reloj, donde Cantoral ruega porque el tiempo se detenga, que la noche sea perpetua, que nunca amanezca, fue un canto angustiado para impedir que su mujer, aquejada de un padecimiento terminal, muriera.
No es cierto. Luego resultó ser, en realidad, una plegaria para congelar el tiempo a fin de proseguir su relación sentimental con una bailarina que la mañana siguiente debía dejarle; ella viajaría a Nueva York; él, a México, y ya no volverían a verse. Tal vez esto tampoco sea cierto. Cuando lo conocí, no se lo pregunté.
Lo cierto es que las dos composiciones más notables de Cantoral las interpretaba con enorme éxito el chileno Lucho Gatica.
Gatica llegó un día de aquellos años gloriosos a San José, y una tarde pasó por Barva, mi tierra natal. Allí, antes de que oscureciera, se solía jugar una mejenga. El cantante era aficionado al fútbol y se sumó al juego.
Luego, pasó por mi casa, a lavarse y tomar un tentempié. Era un hombre jovial, nada extravagante ni pretencioso. Todo esto reposa en mi memoria, y cada vez que se ofrece lo recuerdo vivamente, y si puedo, lo adorno.
Es la memoria hoy día más bien inútil y hasta mortificante de quienes vinimos al mundo en los años cuarenta, por lo visto hace tiempo sobrado, la misma que en el dilema de quién se va ahora con la epidemia y quién se aguarda para irse después, si es que el avituallamiento médico escasea, oye asombrada cuando se habla de todo lo prescindible que es.
El autor es exmagistrado.