¿Por qué nos tocó Neville Chamberlain en lugar de Winston Churchill cuando fuimos a las urnas a votar con los dedos cruzados en el 2018?
Aunque los historiadores han tratado de exculpar a Neville Chamberlain por su desacertada visión en tiempos tan decisivos, 3.000 tabernas y hoteles llevan el nombre de Churchill, 1.500 salas y establecimientos y, por lo menos, 25 calles, resume Anthony McCarten en su libro Las horas más oscuras. Hasta un helado en Puntarenas rinde honor a su apellido. De Chamberlain si acaso se erigió una estatua en la ciudad donde nació.
Los líderes no se paralizan de miedo. Si Nelson Mandela hubiera tenido miedo de ser demandado o encarcelado por pelear contra el apartheid, Sudáfrica habría tardado mucho más en abolir la segregación.
Si Gandhi hubiera tenido miedo a la impopularidad, es posible que la independencia de la India hubiera llegado mucho después. ¿Cuántos años de colonización ahorró a los indios un solo hombre capaz de llevar a cabo una revolución silenciosa y dar su vida después por ella?
Si Matin Luther King hubiera tenido miedo, el reconocimiento de que los negros en Estados Unidos tienen los mismos derechos que los blancos habría llegado más tarde en la historia, y nadie leería hoy con lágrimas I have a dream.
Si Rosa Parks hubiera tenido miedo de ir a la cárcel por no cederle el lugar en el autobús a un blanco en Estados Unidos, tampoco habrían progresado contra el racismo en esa nación, donde el fin de la persecución de los migrantes latinoamericanos y la decencia penden hoy de un mecate con 538 nudos.
Si Olympe de Gouges hubiera temido a la guillotina, no existiría la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana.
Si el maestro Marcelino García Flamenco hubiera tenido miedo cuando vio el asesinato de Rogelio Fernández Güell, no se habría unido a la resistencia contra la dictadura de los Tinoco.
¿Y qué sería de Chile sin quienes se enfrentaron a Augusto Pinochet, de Paraguay sin quienes combatieron a Alfredo Stroessner, de República Dominicana sin quienes murieron para liberar a su país de Rafael Leonidas Trujillo, de Costa Rica sin quienes fueron a combatir a los filibusteros?
A Carlos Alvarado no se le pide ir a combatir a un enemigo maligno como Hitler, ni pasar 27 años en una cárcel, ni poner el pecho a las balas británicas, ni morir como mártir, ni ser guillotinado; tampoco ser macheteado, arrastrado por un caballo y quemado vivo como García Flamenco, o ir a morir a las calles por defender la democracia siguiendo el ejemplo de los jóvenes nicaragüenses en el 2018.
Se le pide salvar al país de la quiebra con un acto justo y simple: la inclusión de la totalidad de los empleados del Gobierno en la ley de empleo público para acabar con las remuneraciones de lujo. Para cerrar la puerta al crecimiento del gasto y, de esa forma, contar con dinero para invertir en lo esencial: salud, educación de buena calidad, oportunidades para los pobres, en un país merecedor de mejores carreteras y ambiente para competir empresarialmente.
Si tiene miedo de que lo demanden, es porque desconfía del sistema de justicia costarricense. Nuestro Poder Judicial, no obstante sus desatinos económicos, es fiable. Estaríamos muy mal como democracia si creyéramos que los jueces van a desconocer lo que la Sala Constitucional dijo con claridad: no existen derechos adquiridos futuros, únicamente sobre lo pasado. El miedo, por tanto, es una vil excusa.
Ese es el sacrificio solicitado. Tocará a los diputados decidir si votan a favor o en contra, pero esa es otra batalla.
Si está a la altura de las circunstancias, quizás algún día tenga, como Churchill, una alvaradoleta, ojalá con sabor a arroz barato, gracias a la competencia.
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La autora es editora de Opinión de La Nación.