El 24 de mayo, en México, se recordó con bombos y platillos los 100 años de la muerte del escritor Amado Nervo, quien falleció en Uruguay mientras ejercía sus oficios diplomáticos y cuyo retorno a México resultó todo un acontecimiento, con paradas en diversos puertos de la región latinoamericana, en donde su cadáver recibió todo tipo de homenajes de sus afligidos admiradores. Ya en tierra azteca, su funeral fue multitudinario, equivalente al de Víctor Hugo en Francia.
Uno de los primeros grandes. Nervo alcanzó la fama local a mediados de la última década del siglo XIX, luego de su traslado a la capital mexicana procedente de provincia. Lo hizo, no con la poesía que lo llevaría al estrellato literario internacional, sino con una novela corta titulada El bachiller, que contaba las desventuras vocacionales de un seminarista afligido por la urgencia sexual y cuyo final escandalizó a su época por el recurso a la autocastración, muy en la moda decadentista, no importa si la atmósfera estuviera impregnada de misticismo cristiano, o quizá precisamente por esto.
Se me ocurre compararla con la novela de Jenaro Cardona La esfinge del sendero, de parecido tema, solo que mientras la de Nervo generó polémica, la de Cardona pasó inadvertida en San José, pese a haber ganado un premio en Argentina.
Nervo se convirtió en México en la figura emblemática de la nueva corriente poética de la época, el modernismo, al mismo nivel de nombres foráneos como Rubén Darío, con quien convivió en Francia. Su influencia fue enorme dentro y fuera del país, incluida España, donde vivió algunos años en desempeño de actividades diplomáticas. También en Costa Rica tuvo fuertes admiradores, como Rogelio Sotela, quien escribió sobre el poeta mexicano cuando este murió (de hecho, una comparación entre el trabajo poético de Sotela y el de Nervo arrojaría interesantes hallazgos).
Fue el primer gran nombre poético de México, solo comparable a lo que después lograría alguien como Octavio Paz, o fuera de México, por Pablo Neruda. Así de importante fue su fulgor.
Por esto llama la atención cómo, una vez muerto, y con los cambios literarios e ideológicos, poco a poco su poesía se fue dejando de lado por los nuevos lectores, sobreviviendo apenas en los márgenes y recordada y recitada por un público de corte sentimental y sin mayores complicaciones intelectuales. Sus poemas fueron presa de concursos de oratoria, de reuniones escolares, de declamadores de barrio, siempre fuera de la alta cultura.
Sin embargo, vive. Sí, sus lectores, pocos, fieles, constantes, no lo abandonaron a lo largo de las décadas; repitieron sus poemas como claves líricas de un culto secreto, sin importar qué dijeran sus estirados críticos. En las últimas décadas del siglo pasado, el poeta adquirió nuevos vuelos. Los cultos y los académicos volvieron a sus escritos, se dieron cuenta de que, además de poesía, había escrito cuento, novela corta, crónica, ensayo, y que en estos registros superaba con creces al poeta vilipendiado como cursi y sentimental, pues mostraban a un prosista innovador, irónico, moderno (ya no modernista), en fin, algo muy del gusto contemporáneo.
Como cuentista, se descubrió su veta fantástica, y se le reconoció, junto con Darío y Leopoldo Lugones, como uno de los consolidadores del relato fantástico hispanoamericano, en clave modernista, lo que en Costa Rica intentó hacer un autor como León Fernández Guardia.
Sin embargo, no queda de otra que aceptar que buena parte de su poesía es intragable para los lectores sofisticados de hoy, ahítos de vanguardias y cinismos, pero lo mismo podría decirse de la obra de otros grandes, empezando por la del propio Darío. Es la inevitable erosión poética que el tiempo genera en todo escrito. Esto no impide que una adecuada selección de ella no resulte todavía atractiva.
Vitalidad de su prosa. En cambio, sus crónicas y relatos, estos sí que no solo se niegan a morir, sino que siguen tan vivos como siempre, como hermosos fuegos artificiales en una noche de lectura, con uno que otro cañonazo.
Buena parte de este material en prosa nos permite seguir los cambios que ocurrían en su momento, anunciando la modernidad latinoamericana, sus expectativas y fracasos, la problemática sexual y erótica en transición, la crisis religiosa y secular, la llegada de nuevas opciones de creencia como el espiritismo, la teosofía y el orientalismo, las crónicas viajeras, las miradas a la cultura popular, etc. En esta vía, su escritura en prosa resulta muy rica para entender el cambio cultural entre los siglos XIX y XX desde América Latina.
Todo lo anterior nos lleva a la conclusión de que hay que dejar de lado la idea de Nervo como un cadáver cultural. Nada más lejano de ello, a no ser que se trate de un zombi culto y risueño. Sigue vivito y coleando, moviendo su pluma por las calles de la lectura y riéndose con nosotros, tal vez de nosotros, enclaustrados en nuestros prejuicios que confundimos con verdades absolutas, cuando no pasan de ser castillitos de arena que muy pronto la marea alta del tiempo deshará para una nueva fase de elaboración cultural.
El autor es escritor.