Cuatro años de Trump erizaron la piel democrática del mundo. El paradigma de un modelo de libertades públicas, libre sufragio y sistemas de contrapesos tuvo una arquitectura conceptual europea, pero Estados Unidos fue su primer prototipo.
Es un proceso en construcción. Hasta ahora ha ido avante. El 6 de febrero masas enardecidas de supremacía blanca asaltaron el Capitolio y el mundo quedó advertido. La democracia sigue en juego. El campo de batalla es el mismo que hace 150 años: el acceso al voto de la población negra.
En 1863, en plena guerra de secesión, la Proclamación de Emancipación abolió la esclavitud. Siete años después, se promulgó la XV enmienda de la Constitución que dio acceso al sufragio a la población negra. Prohibía, expresamente, impedimentos al voto «por motivos de raza, color o condición anterior de servidumbre». Fue un gran paso de consolidación democrática, en consonancia con sus principios fundacionales. Por lo menos en la letra.
Ese texto constitucional no impidió, sin embargo, que la descendencia cultural de la vieja caterva esclavista sureña despojara a la población afrodescendiente del derecho al sufragio.
Así, se insertó en la historia jurídica de esa nación una época de legislación a escala estatal de obstáculos para votar que restringían el acceso de los negros a las urnas. Se les conoce como leyes Jim Crow.
No es una persona, sino un período de hegemonía de instrumentos jurídicos de supresión del voto negro. Va de 1870 a 1965, con las luchas civiles del siglo pasado, que culminaron con la promulgación de la Voting Rights Act (VRA), en el gobierno de Lyndon B. Johnson.
Filibusterismo. I have a dream es aquel discurso de Martin Luther King que tenía como trasfondo la lucha contra Jim Crow. Para preservar las leyes estatales que obstaculizaban el voto negro, se necesitaba impedir legislaciones marco, a escala federal, que las invalidaran.
Su instrumento más eficaz fue el filibusterismo. Con él, una propuesta necesita mayoría calificada para ser legislación. Es todo un tinglado articulado desde lo estatal hasta lo federal. Por ejemplo, si a escala estatal se imponía que votarán solo quienes supieran leer, para que los negros fallaran ese examen, a escala nacional el filibusterismo evitaba que se prohibiera ese requisito.
En 1965, entre estallidos sociales, resistencia pacífica y voluntad política, las estrellas se alinearon para superar el filibusterismo y lograr la aprobación del VRA.
Así terminó la era Jim Crow y dio inicio otra. Fue todo un período histórico de incorporación de la población negra a la vida política del país. Obama fue uno de sus puntos culminantes. Otro fue, sin duda, la derrota electoral de Trump, especialmente en Georgia.
En el 2013 la mayoría republicana en la Corte Suprema evisceró esta ley, al suprimir el control del Departamento de Justicia para evitar legislaciones electorales estatales que contradijeran la VRA.
La difunta jueza Ginsburg escribió que la decisión era como «tirar el paraguas en una tormenta» y Biden acaba de agregar que estamos «en una tormenta de granizo». El presidente está claro de lo que se juega.
Voz de alerta. La importancia del voto negro se manifestó en la derrota de Trump y la pérdida de dos escaños del Senado en el baluarte sureño de Georgia. Los supremacistas blancos entendieron que deben revivir la Jim Crow y se pusieron en marcha.
Biden sonó la voz de alarma. Hay un asalto al derecho al voto en las legislaturas estatales. «Durante la actual sesión legislativa —dijo Biden el 7 de marzo— los funcionarios elegidos de 43 estados presentaron ya más de 250 proyectos de ley para dificultar el voto de los estadounidenses. No podemos permitir que tengan éxito» (discurso en la Casa Blanca).
A esa arremetida antidemocrática se opone el proyecto de ley For the People act (Ley para el Pueblo), recién aprobado por la Cámara de Representantes. Difícil es puntualizar esa formidable recopilación de medidas de perfeccionamiento del sufragio.
Anula prácticas estatales restrictivas, universaliza el registro electoral y faculta el registro en línea hasta el mismo día de las elecciones. Asegura dos semanas de voto anticipado, como mínimo. Amplía las opciones de voto por correo y restablece el derecho al voto de los reclusos y el control del Departamento de Justicia.
También obliga a nombrar donantes y amplifica el poder de pequeñas contribuciones complementándolas con fondos federales, en una proporción de 6 a 1. En 10 capítulos, llega incluso a obligar a los candidatos a presentar su declaración de impuestos.
«Es una ley histórica que se necesita urgentemente para proteger el derecho al voto, la integridad de las elecciones y para reparar y fortalecer nuestra democracia», afirmó Biden.
Esa ley es un escudo protector del voto contra inminentes amenazas de las reformas estatales republicanas. Ese es el punto. El tinglado de leyes supresoras estatales y filibusterismo en el Senado es el último bastión de la supremacía blanca.
Batalla decisiva. Biden aprobó su más formidable paquete de rescate sin un solo voto republicano. Lo hizo dejando pelos en el alambre. En sus propias filas precisó 11 horas para convencer a Joseph Manchin, uno de sus legisladores reticentes, y lograr los 51 votos que necesitaba.
Pudo saltarse el filibusterismo por una excepción presupuestaria. La Ley para el Pueblo no tiene esa dispensa. Ni soñar con aprobarla mientras el filibusterismo siga vivo. Para suprimirlo, necesitará 51 votos y Manchin puede salirse del canasto.
For the People Act es una batalla decisiva que definirá la representatividad democrática de Estados Unidos. También asegurará su caudal legislativo en las elecciones de medio período, donde perder sería el fin de la efectividad de su gestión.
Se juega, además, el papel de Estados Unidos como líder mundial del sistema político liberal, en franco retroceso en los últimos 15 años. Es una batalla decisiva. Perder no es una opción. Con el mundo a cuestas, Biden sabe el peso que carga contra la recesión democrática.
La autora es catedrática de la UNED.