Estamos perdiendo la guerra contra el coronavirus. Y la estamos perdiendo porque hemos jugado mal. Nuestros viejos vicios nos están condenando a la derrota: egoísmo, individualismo, indisciplina, falta de cohesión social, incapacidad para formar un bloque unitario contra un enemigo común, irresponsabilidad, indiferencia ante el dolor del prójimo, carencia de respeto por los demás y por nosotros mismos, hedonismo escapista, tendencia a la evasión, nulo sentido de la solidaridad, nulo sentido del engagement (el compromiso), nulo sentido de la acción coordinada y conjunta, de la sinergia social, del espíritu de barricada, de resistencia.
Hemos sido invadidos, ocupados, doblegados e hincados por el rival. Como diría Baudelaire: “Largos coches fúnebres sin tambores ni música, en mi alma desfilan, la esperanza llora, y la angustia, atroz, despótica, sobre mi cráneo inclinado clava su negro estandarte”. Sí, es el acto de la sumisión, del rendimiento, de aquel que ha sido subyugado por el enemigo. Rendición incondicional, con todos los pergaminos y cartas del caso debidamente firmadas y selladas.
Nos autoderrotamos. Íbamos bien, pero derrapamos hacia lo que siempre nos atrapa: el jolgorio, la francachela, el bailongo, la lamentable y grotesca tropicalidad alegrona y tontona de nuestro pueblo. Así, nos hemos comportado: como tontos contentos, así y no de otro modo.
Cuando teníamos que conducirnos como soldados prusianos, se nos salió el cumbanchero que llevamos dentro: ¡Que viva la pepa! Lo que Pascal llamaba le divertissement, la diversión en el sentido de divergir, de desviarnos de la ruta trazada, de perdernos por los andurriales de la frivolidad y los paraísos artificiales del alcohol, el humo, los bombardeos sónicos que llamamos música y el "saborshhh” de nuestras exuberantes latitudes.
Gente haciendo fiestas en las playas, en cantinas, en piscinas privadas, en todo espacio que nos permita eso en lo que somos unos maestros consumados: el escapismo, la fuga pasiva o activa, la evasión, el no enfrentamiento de la realidad histórica que colisiona con nuestras narices.
Enemigo común. La psicología de masas está bien estudiada en este punto. Nada mejor para unir a un pueblo que la amenaza de un enemigo común. Es el viejo truco del que los sátrapas nicaragüenses se han siempre servido: tan pronto su pueblo está por defenestrarlos, se improvisan algún conflicto fronterizo con Costa Rica y hasta ahí llegó la rebelión: el enemigo común les hará reencontrar un falso, espurio sentimiento de nacionalismo, de unidad y de solidaridad alrededor de su dictador de turno. Los propios seres humanos, considerados a escala planetaria, si estuviésemos ante la inminencia de una invasión alienígena, ¿no olvidaríamos todas nuestras diferencias religiosas, políticas, sociales, ideológicas y filosóficas para repeler al invasor haciendo frente común? Esa es la historia del mundo. Todo se estructura en torno a la ecuación “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”. Cierto desde el paleolítico superior.
Pero a nosotros ni siquiera este primario resorte de supervivencia nos ha funcionado. No supimos ver en el coronavirus a ese enemigo común que debíamos combatir de consuno. No somos una sociedad de consenso, de armonía, de concordancia y de cooperación. Estamos atomizados. Somos una federación de cinco millones de individuos que no logran coalescer, aglutinarse, coagular en una sola voluntad perentoria. Una federación de cinco millones de linfocitos que corren llevados por la rugiente correntada de las arterias, y no son capaces de coordinar la defensa del cuerpo contra el asalto del patógeno invasor.
Una federación de opiniones diversas, furias, rencores, caprichos, sublevaciones, miedos, codicias, delirios, voluntades, ambiciones, fobias y supersticiones que nunca logra “amojonar” nada. Una federación es mucho más que la yuxtaposición, la mera adyacencia de cinco millones de personas. No basta con estar físicamente juntos, urge también pensar, tomar decisiones y respetarlas juntos.
Ciertos irresponsables comunicadores se lanzaron al ruedo a instigar a la población a tirarse a las calles, a pretender que nada hubiese sucedido, a seguir con sus vidas como si no estuviésemos sobrenadando la peor crisis sanitaria en la historia de un país ya casi bicentenario. Esta fue una acción criminal. Criminal por instigadora, debería ser penada, castigada con todo el peso de la ley. ¿No sería procedente linchar a un flautista de Hamelín que usa su espacio mediático mesmerizando al pueblo para que vaya a arrojarse de cabeza al cráter del volcán Irazú? ¿No califica esta como una acción criminal? ¿Como una invitación a la muerte? ¿No hay alguna figura jurídica que posibilite la sanción de un arengador de esta laya?
Líderes. Daniel Salas y Román Macaya han hecho un trabajo ejemplar, abnegado, épico. No pudieron ser más elocuentes, más didácticos, más previsores con respecto a lo que esta crisis iba a significar para nosotros. Para ellos, todo mi respeto, mi admiración, mi gratitud. Tuvimos a los mejores líderes que cabía concebir. He visto sus rostros, sus cuerpos, sus voces abatidas por el fracaso de su gestión. El ministro Salas perdió incluso a su padre, y algún miserable tuvo la indecencia de atribuirle la culpa de su muerte. Ellos fueron un faro alto, enhiesto y luminoso en medio de la borrasca. Pero nosotros fallamos.
Salas y Macaya hicieron un llamado al pueblo, y el pueblo no compareció, siguió viviendo “la vida loca”, y por eso estamos ahora postrados, llenos de miedo, aprehensión, paranoia, hipocondría, desconfianza, agobiante ansiedad. Todo esto se pudo haber evitado. Teníamos las armas para hacerlo. Tuvimos las voces lúcidas que nos orientaron en “la noche oscura del alma” (san Juan de la Cruz). Todo lo tuvimos. Pero supongo que poco o nada es lo que se puede hacer con un pueblo tanatofílico, enamorado de la negra segadora, habitado por una sorda pulsión de muerte de la que, por supuesto, no es consciente. Antes que cualquier medida preventiva, debimos haber sido sometidos al psicoanálisis. Después de todo, si un pueblo quiere morir, no habrá nada ni nadie capaz de impedírselo.
Por supuesto que era necesario que la ciudadanía fuese reincorporándose, poco a poco y siguiendo al pie de la letra las disposiciones de seguridad, a su trabajo. No soy un claustrofílico, no me gusta vivir encerrado. ¡Pero un té de canastilla, una fiesta en la playa, una francachela de borrachos en una cantina, un cumpleaños multitudinario, una boda con docenas de invitados… no, no, no, señores, eso es desdén y menosprecio por la vida. Los dioses castigan severamente esos pecados. Son formas de suicidio sociales, colectivas.
Tontos contentos. Que Dios se apiade de este pobre país. Porque somos tontos contentos, porque no fuimos capaces de observar unos cuantos meses de reclusión, porque el espíritu de pachanga prevaleció sobre nuestro respeto a la vida, porque carecemos de los menores alumbres de eso que se llama disciplina, individual y colectivamente considerada.
Pienso en una página amarga, pero épica, estoica, inmensa de la historia humana. El sitio de Leningrado: duró dos años, cuatro meses y diecinueve días. Hambre. Sed. Incomunicación. Aislamiento. Antropofagia. Ingestión de ratas, gatos y perros. Más de dos millones de muertos, entre civiles y soldados. Temperaturas letales para la criatura humana. Pero los rusos resistieron.
No fue un confinamientito de seis meses, no. Fue “una jornada en el infierno” (Rimbaud). Y así salieron adelante los sitiados. Repartiéndose funciones específicas, actuando de manera coordinada y sinérgica. Pero, claro, eran rusos, hombres y mujeres recios, testados por el dolor, torneados por la candente fragua de la historia, no un paisito de “puras vidas”.
Estos viven a otra escala, a otro nivel, en otro estamento de la conciencia, en algo más parecido a la isla de Gilligan que a una nación espiritualmente robusta y coriácea. Bueno, pues sigamos con nuestro pura vida, que ahora más se acerca al “pura muerte”.
Muy lejos nos llevará esa manera de ver la historia, la realidad, el mundo, el peligro, el futuro, el enemigo invasor. Muy lejos, sí, muy lejos… tal vez hasta la punta de nuestras narices.
El autor es pianista y escritor.