Sí, ya sé. Covidir no es un verbo aceptado por la Real Academia. ¿Y qué? Estoy segura de que ustedes lo entienden. También estoy segura de que no significa lo mismo para todo el mundo, pero ¿qué importa?
Sin excepción, quienes hoy poblamos la Tierra tenemos una versión personal del término. No tenemos certeza alguna de lo que pasará en una semana o en un año, pero siempre tendremos claro lo que nos dejó la forma de covidencia del año 2020.
Cojamos la corona por los cachos y enfrentemos la realidad: la futurología ya no tiene futuro. Cuando nos toca vivir un pandemonio sin precedentes, en la época más cambiante de la existencia de la humanidad, anticipar el futuro, como dice un filósofo español, es lo mismo que “imaginar lo incalculable”.
Los economistas hacen gráficos, los matemáticos crean algoritmos y fórmulas, los salubristas desempolvan la enciclopedia de las pandemias en busca de algún referente que los ilumine; todos con el propósito común de aplanar la curva. Sí, esa curva más mortífera que las del Braulio Carrillo o el monte del Aguacate.
Todos tratan de ser más veloces que el virus, sin entender que este ya se apropió del porvenir. Que las cadenas de causalidad se suceden con tal rapidez que el pasado, el presente y el futuro se funden en el último suspiro de un enfermo. Que entre el ensayo y el error hay solo unas horas, pero miles de muertos. Que el enemigo muta, tiene el don de la ubicuidad y de la multiplicación, como los panes y los peces bíblicos, pero sin la bondad de estos.
Sin noción del tiempo. Científicos y políticos tratan de descifrar la fórmula para coronarse campeones en la carrera contra el microadversario, mientras, para el 99,9 % de la humanidad, el calendario se deshabitó y los relojes se volvieron adornos.
Pasamos de vivir en un permanente fast forward, a flotar como los astronautas en el espacio en días que se parecen tanto entre sí que a veces no distinguimos si es martes o domingo. El sentido de urgencia no nos hará llegar antes a ningún lado porque no tenemos el control de nada.
Con nosotros, flotan millones de coronitas invisibles que nos robaron la certidumbre que creíamos tener, pero que no era más que una ilusión porque no hay nada más cierto que la permanencia de la incertidumbre.
La sociedad moderna aceleró tanto el tiempo que el futuro se va comiendo el presente a mordiscos, proponiéndonos escenarios inéditos y lanzándonos amenazas para las que no habíamos hecho previsiones.
Y corremos para levantar barreras de todo tipo, para tapar los huecos por donde se cuela el enemigo, para inventar curas y vacunas… Mientras tanto, el presente sigue licuándose con el futuro, en constante metamorfosis.
Todos sabemos qué día empezó nuestra cuarentena y los hitos que la han ido marcando de forma indeleble. Muchos quedarán signados por el día en que el virus les arrebató a un ser querido; millares, por el día en que quedaron sin trabajo; y otros miles, sin ahorros; tantos más por el día cuando recibieron una bolsa de comida o un bono para resistir, por el último día de escuela, por la última visita de los nietos, por el cumpleaños en versión virtual, por el viaje cancelado, por el plan frustrado, por…
Reinventarse para la covidencia es la nueva normalidad; virtualizarse, aprender cosas nuevas, innovar; millones de madres hacen malabares para trabajar, atender a los hijos y la casa; otras están encerradas con sus agresores.
Unas acciones se desplomaron y otras se dispararon, miles de estómagos se llenan de vacío, los escenarios callaron, los telones se llenan de polvo, el petróleo flota en miles de barcos por el mundo, el crimen escala, los niños viven en la añoranza de sus días de clases y sienten el tiempo como un eternidad, las escuelas quedaron despobladas, igual que las iglesias, y las campanas, mudas.
Las hormonas de los jóvenes no encuentran paz entre las paredes del confinamiento forzoso; covidimos a través de pantallas y de vez en cuando rebobinamos la memoria para no olvidar la textura del abrazo.
Reencuentros. Cientos se recuperarán y volverán a casa. Y esa será la estampilla imborrable de este periodo: el regalo de recuperar todo aquello que casi pierden, la familia de la que se quejaban, el calor del hogar que les parecía insuficiente.
Recordarán, hasta la muerte, la hermosa, pero subestimada, sensación de respirar, de inundar sus pulmones de un aire que se ha vuelto más cristalino últimamente, y del olor a tierra mojada. Y se sentirán felices de flotar en este nuevo tiempo sin bordes.
El canto de los pájaros me despierta temprano. Desde hace algunas semanas, noto que cantan más fuerte. Tengo la sensación de que millones de animales y organismos nos contemplan fascinados desde el arca gigantesca que los mantiene a salvo del virus.
Abro los ojos, por maña veo el reloj, aunque sé que da igual porque mis días rinden más desde que no pierdo tiempo en presas. Hago un repaso mental de mi agenda. ¿Qué tengo que hacer hoy? Casi lo mismo que ayer. Sin embargo, cada día me transformo profundamente.
Todos sabemos qué día empezó nuestra covidencia, pero no sabemos cuándo terminará. No sabemos qué forma tendrá la nueva normalidad, pero sí tenemos la certeza de que nunca más seremos los mismos.
La autora es escritora y activista.