MELBOURNE– El 29 de diciembre del año pasado Hasan Gokal, director médico del equipo de respuesta contra la covid-19 del condado de Harris, Texas (que incluye a Houston, la cuarta mayor ciudad de Estados Unidos por su población), supervisaba la administración de la vacuna de Moderna, principalmente a trabajadores de emergencia.
La vacuna se entrega en ampollas que contienen once dosis. Una vez abiertas, las ampollas duran seis horas y hay que tirar las dosis que no se usaron.
En ese día de diciembre, una paciente llegó justo antes de la hora de cierre, por lo que una enfermera tuvo que abrir una nueva ampolla y quedaron diez dosis disponibles para Gokal.
Se las ofreció a personal de salud y a dos oficiales de policía que aún estaban en el sitio, pero ya habían sido vacunados o se negaron a recibirlas. Llamó a un colega cuyos padres y suegros eran elegibles —en ese momento se podía vacunar a cualquier persona que tuviera más de 65 o enfermedades que aumenten el riesgo del coronavirus—, pero ninguno estaba disponible.
Gokal comenzó a llamar a quienes estaban en su lista de contactos del celular para preguntarles si sabían de alguien elegible que quisiera ser vacunado y pudiera ir a su casa esa noche.
Cuando llegó a casa había dos personas esperándolo y las vacunó, luego, condujo hasta hogares donde sabía que había personas elegibles y vacunó a cinco más.
Última dosis. Mientras tanto, siguió haciendo llamadas y tres personas más accedieron a ir a su casa. Eso hubiera agotado las dosis disponibles, pero una de ellas canceló la visita.
La esposa de Gokal sufre de sarcoidosis pulmonar, una enfermedad que la habilitaba a ser vacunada. «No pensaba dártela a ti», afirmó que le dijo, «pero en media hora voy a tener que tirarla por el inodoro». Quince minutos antes de que venciera la última dosis, la vacunó.
Al día siguiente, en el trabajo, Gokal le contó a su supervisor lo que había ocurrido, informó los nombres de quienes recibieron las diez dosis. Unos pocos días más tarde, lo llamó su supervisor y le dijo que debió haber devuelto las dosis restantes, incluso si se hubieran vencido y hubieran tenido que tirarlas. Por no hacerlo, lo despidieron.
Dos semanas más tarde, la fiscal de distrito del condado de Harris, Kim Ogg, lo acusó de robo y de romper los protocolos del condado. El abogado de Gokal solicitó una copia de los protocolos de los que se acusaba a su cliente de haber violado. Le dijeron que no existían.
Un juez desestimó los cargos, y afirmó que la fiscal de distrito fue incapaz de demostrar que Gokal, como asesor médico para la respuesta del condado contra la covid-19, no tenía derecho a decidir a quién vacunar. Ogg dijo que volverá a intentarlo.
Reglas. Algunos sistemas morales consideran que las reglas son inviolables. La Iglesia católica romana, por ejemplo, sostiene que matar a un inocente siempre está mal.
A veces ocurre que durante el parto el cráneo del bebé se atasca en la vagina y fracasan todos los intentos por liberarlo. En esa situación, si no se hace nada, tanto la madre como el niño morirán.
Hasta el desarrollo de la obstetricia moderna, la única forma de evitar esa doble tragedia era que el médico aplastara el cráneo del bebé. El niño moría, pero la mujer sobrevivía.
En los países católicos se prohibió esa práctica porque implicaba asesinar al bebé. Debido a ello, hubo mujeres que pudieron haberse salvado, pero murieron.
El utilitarismo tiene una mirada opuesta, su fundador, Jeremy Bentham, preguntaba «¿para qué sirve?» una ley, costumbre o norma moral. Con esa pregunta lo que trataba de averiguar era la forma en la que aumentaba la felicidad o reducía el sufrimiento.
Bentham y sus seguidores aplicaron esa prueba a una amplia gama de leyes e instituciones: los privilegios de la aristocracia, el tráfico de esclavos, el voto calificado, los crímenes sin víctimas —como la homosexualidad— y el estatus inferior de la mujer.
Las normas tienen un papel importante, incluso para los utilitaristas. John Stuart Mill creía que las normas encarnan la sabiduría y experiencia de la generaciones pasadas sobre las conductas que probablemente mejoren la vida de todos.
De todas formas, para Mill, las reglas no eran absolutas. «Para salvar una vida», escribió, «tal vez no solo sea permisible, sino obligatorio, robar».
No hubo robo. Nunca sabremos si alguna de las diez inyecciones de Gokal salvó una vida, pero seguramente aumentaron la tranquilidad de quienes, de otra forma, habrían tenido que esperar días o semanas para vacunarse.
En todo caso, no robó. Obviamente, usar las dosis para vacunar gente tuvo mejores consecuencias que tirarlas a la basura (o las habría tenido, si no lo hubieran echado de su trabajo y amenazado con sanciones legales).
Algo que podemos aprender de la injusticia que sufrió Gokal es el valor de las normas sensatas para orientar a quienes administran las vacunas. En Los Ángeles, aunque son extraoficiales, las filas fuera de las clínicas fueron aceptadas por el Departamento de Salud Pública del condado, que solicitó al personal de salud que no tire dosis.
En Israel, quienes normalmente no recibirían la vacuna pueden inscribirse para recibir un mensaje de texto si en un centro de vacunación cercano hay vacunas que de otra forma quedarían sin usar. Como se ve en estos ejemplos, no es tan difícil pensar en alternativas mejores a las de tirar vacunas que podrían salvar vidas.
La otra lección que podemos aprender es que está mal castigar a quienes se esfuerzan en ausencia de reglas claras, o en situaciones que exceden el rango de posibilidades contemplado por quienes diseñaron las normas imperantes. En esas situaciones, debe alentarse a que la gente use su propio criterio para obtener los mejores resultados para todos.
Peter Singer: es profesor de Bioética en la Universidad de Princeton y fundador de la organización sin fines de lucro The Life You Can Save (Salvar una vida). Entre sus libros se cuentan «Liberación animal», «Practical Ethics in the Real World» (Ética práctica en el mundo real) y «Why Vegan?» (¿Por qué vegano?). En abril, W.W. Norton publicará su nueva edición de «El asno de oro, de Apuleyo».
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